Hace once años, a estas horas la cifra de muertos iba creciendo cada cuarto de hora por decenas. Y una corriente de enorme dolor fue recorriendo España entera. Sobre todo, los familiares que querían contactar con los suyos y no recibían respuesta, y los que estaban allí, en el epicentro de la tragedia, con una pierna rota, los que sintieron su cuerpo agujereado, los que iban conducidos en ambulancias e ingresaban en quirófanos de urgencia. Los demás estábamos simplemente consternados al comprender la magnitud de la tragedia.
Gente que había subido al tren y había elegido un vagón u otro sin ser consciente de que era la lotería más importante de su vida, porque según a cuál subiera, según que se quedara de pie o sentado, según que se dirigiera a una parte u otra del vagón, acabaría salvando o no la vida.
Gente como nosotros, que se dirigía a trabajar, que llevaría una novela en el bolso, un periódico para leer durante el trayecto con información sobre aquella tensa campaña electoral. Era jueves, el penúltimo día de la semana, y la primavera venía de camino, exactamente igual que ahora. Puede que alguno estuviese pensando a quién iba a votar el domingo.
Otros, los terroristas, sabían lo que tenían que hacer. Lo habían planeado con cuidado. Subieron al tren y miraron a la cara a madres, a chicas, a jubilados con sus nietos de la mano, a jóvenes que bostezaban o apuntaban cosas en su agenda sin saber que en unos minutos todo se iba a acabar o todo iba a cambiar para siempre en su vida. Llevaban mochilas con explosivos, sabían dónde tenían que bajar del tren y se sentían soldados de una operación con la que querían demostrar al mundo su poder. No pretendían sólo asomarse a la actualidad: su encargo era hacer el máximo daño posible, conseguir que esa cifra que luego fue subiendo durante toda la mañana alcanzase al menos los cien muertos y así hacer historia. Querían golpear a un Gobierno, y eligieron para ello el día, el lugar y la hora. Buscaban un número de muertos, pero no los eligieron: la identidad de cada uno era un dato irrelevante. No los mataron porque hubieran combatido en Iraq, porque hubiesen dibujado viñetas sobre Mahoma ni porque pensasen de una manera u otra. Los asesinos no eligieron a sus muertos, fueron ellos quienes eligieron el vagón al que subir para ir a trabajar. No hay mayor desprecio de la vida que decidir matar sin importar a quién se mata. Fue un atentado contra la humanidad, porque pudo morir cualquiera que no formase parte del pequeño grupo que sabía el día y la hora.
Todos los que recordamos aquella mañana del once de marzo tenemos hoy once años más. Todos somos supervivientes de aquel atentado que se dirigió contra nosotros pero no nos alcanzó por azar. Pudimos ser nosotros, cualquiera de nosotros. ¿Quién no ha llegado en tren alguna vez a la estación de Atocha? Los trenes de aquella mañana no eran diferentes de los que hoy hacen el mismo trayecto, igual que el lugar exacto de la playa en la que estaba tumbada la chica asesinada por Mersault, "El extranjero" de Camus, era igual que cualquier otro.
Mersault, al menos, sabía que no era digno de seguir viviendo, porque no había llorado en el funeral de su madre y porque mató a esa chica sin saber por qué.
Encoje el corazón pensar que pudimos ser cualquiera de nosotros o nuestros seres queridos. Vidas con tanto que vivir, segadas tan injustamente que se nos hiela la sangre en las venas.
Que injusto es morir así