Era un viernes de otoño, un viernes de sol en Úbeda, en medio de la adolescencia y de aquel bachillerato de latín, matemáticas y filosofía. Eran los 70, yo tenía quince años y un bloc de Física de pastas amarillas sin estrenar, intacto, porque la profesora, que se llamaba Esperanza Carazo, estaba de baja por embarazo y no la sustituyeron. Efervescencias subterráneas, amores platónicos, descubrimientos emocionales y brotes de un super-ego alimentado de idealismos, de alguna lectura excesiva y del instinto de imitar a mi padre, se habían ido mezclando y conjurando poco a poco aquellos días hasta que, en ese rato perdido entre la vuelta del Instituto y el momento en que mi madre me llamaba a comer, abrí el bloc de Física, cogí un bolígrafo, puse la fecha (29 de noviembre de 1974) y empecé a escribir. Fue el arranque de un diario personal que aún dura y que hoy cumple cuarenta y un años. Duró en tinta y ocupó quince grandes cuadernos hasta el 10 de junio de 1991: ese día me pasé al ordenador, y allí ha seguido hasta hoy muy alejado ya de la tenacidad de un dietario, reducido a algunas notas demasiado íntimas encriptadas con clave de acceso, y combinado con este blog de ventanas abiertas y volcado hacia afuera.
Cuarenta y una veces, cada 29 de noviembre, he celebrado aquel comienzo como un cumpleaños íntimo, en una especie de fiesta inventada, gratuita, elegida no por el azar del nacimiento ni por la autoridad del santoral. Un día señalado "porque sí", como homenaje a una decisión personal, a un empeño que ha sabido durar y atravesar edades y épocas. Cuarenta y una veces he mirado a aquel mediodía en el que estrenaba el cuaderno más largo en el que no he parado de reflejar con palabras estados de ánimos, derrotas, pensamientos, acontecimientos, pasiones, conversaciones de mesa camilla alrededor de mí mismo, pero un mí mismo de ojos abiertos empeñado en conciliar y digerir la dispersión que nos rodea. Ahí están los lugares y las personas por los que transcurría mi vida, ahí siguen los días con música de Supertramp, los que suenan a The Police y Roxy Music, los días de Stevie Wonder y The Smiths, los de Radio Futura, Sabina y Paolo Conte, los de Nacho Vega o Manu Chao. Cada 29 de noviembre vuelvo a abrir al azar los primeros cuadernos, los del bachillerato llenos de pandilla, de suspiros y de padres; o los de la Universidad llenos de descubrimientos y discernimientos; los del ingreso en la vida adulta cargados de compromisos, decisiones y deserciones; los siguientes en los que me convertí en marido y en padre; o los más recientes en los que han irrumpido las pérdidas, pero también algo que empieza a`parecerse a la serenidad que da el apreciar más el presente que el futuro.
Tantas horas delante de mí mismo, por la noche, sin testigos, tensando la cuerda de la vida para tener la ilusión de que soy yo quien manda, quien decide lo que voy a ser, quien controla los vientos y las corrientes. Pero ahora sé que más horas, muchas más horas, ha seguido el torno girando y girando. El barro, que va secándose por aquí y por allí, ha seguido moldeándose con la inercia del torno, y mis manos apenas han trabajado a ratos. El torno está girando siempre, también los días sin fecha en el diario, todo el cúmulo de momentos olvidados que se quedaron fuera de la digestión de mis palabras. El torno, el tiempo, las cosas, el sol y la lluvia, mucho más fuertes y constantes que nuestro afán. Por eso la obra de nuestra voluntad es apenas algo más que bucles e inclinaciones peculiares que personalizan discretamente el resultado de la inercia.
Pero escribir nunca es en vano. Es un darse cuenta de que uno está aquí. Es un momento en que uno se aparta, se queda quieto y puede percibir el movimiento de rotación y traslación de la vida. Es decirse cosas a uno mismo, al uno mismo que quiere llegar a ser: dardos o flechas lanzadas voluntariosamente hacia el futuro. Debe ser por eso por lo que en días como hoy tengo la sensación de estar viviendo en el futuro remoto de aquél mediodía de viernes de otoño y de la adolescencia en el que cambié la Física por las palabras.
Lo recuerdo bien. Lo decidí mientras volvía del Instituto. Fui a mi cuarto, dejé los libros, abrí el flamante cuaderno reservado para Física, puse la fecha, y escribí: "Hoy es viernes. Acaba la semana. Y si la semana acaba, yo empiezo a escribir".
Es increible