Mi vida no es épica. Es una vida de colinas y lomas, no abrupta, yo diría que acomodada, sin demasiados sobresaltos, alejada con márgenes de seguridad de precipicios y terraplenes. Es una vida arraigada en lo local, instalada en el manojo de circunstancias que me fueron dadas y que acepté sin empeñarme en enmendar mi suerte, como si fueran un terreno de juego dentro del cual sí tomé decisiones que también me tomaron a mí. Veo la luna y las estrellas, pero no son más que elementos de mi paisaje, no me planteo si algún día podría llegar a ellas. Quizás lo universal me llega en forma de música, de arte, de algunos sentimientos religiosos, de ideas que he heredado o he aprendido. Tengo conflictos que apenas llegan al drama, dudas y sospechas que no se resuelven con la terapia de los recuerdos pero que tampoco me llevan a viajes demasiado largos. Nací en una estirpe que aprecio con enorme gratitud y a la que reconozco como la esencia de mi identidad. Tengo una familia, tengo amigos, un trabajo, vivo en una ciudad, he leído, me han pasado cosas: todo ello hace que sienta que tengo un lugar en el mundo, y estoy reconciliado con ese "lugar". A veces me gusta asomarme fuera, o rebuscar dentro, y algo me empuja a escribir sin saber con precisión qué pretendo. Mis luchas son simples forcejeos que admiten la posibilidad de un empate. Me gustaría acabar siendo buena persona, aunque perdí el mapa que marcaba el itinerario y avanzo con demasiada cautela, porque no me he desprendido de los miedos.
Esta mañana he quedado con dos buenos amigos. Uno, Bonifacio, está cargado de memoria, tiene un pasado lleno de aventuras y nunca habla en vano: envidio su autenticidad, sus referencias, su resistencia. Otro, Nicolás, está cargado de impulsos, tiene un presente lleno de iniciativas y persigue objetivos: envidio su capacidad de no resignarse, su empeño por hacer de su identidad algo útil para sus entornos mestizos. Los tres compartimos un lugar de origen en el que ya no vivimos, pero al que volvemos. Hemos paseado por el Hospital de Santiago en Úbeda, hemos visitado sin quererlo una exposición de cuadros sin bodegones, nos hemos topado con una procesión y nos hemos tomado una cerveza dando vueltas a una charla animada con hilos que querían entenderse y trenzar un buen tejido. He pensado, otra vez, que tengo buenos testigos, y que soy testigo de buenos amigos.
Luego, en la carretera, volviendo a Granada después de cuatro días de Semana Santa sin más (ni menos) épica que repetir en familia una tradición, he pensado en ellos, en Bonifacio y en Nicolás, he pensado en mi pasado y en mis proyectos, en mi familia, en tantos amigos, y en mi lugar en el mundo, y al llegar a casa me he sentido bien. Entré en el blog, tenía en la cabeza el título de esta entrada, y he dedicado veinte minutos a contarlo antes de acostarme en el umbral de un nuevo trimestre.
me ha gustado mucho tu mensaje, Miguel. me recuerda sentimientos parecidos que he tenido, sin la capacidad de reflexionar mucho sobre ellos. que sean similares debe tener algo que ver con unos orígenes y formación parecidos hasta la adolescencia.
y me ha traído a superficie que este año he echado de menos poder pasar algún día por Úbeda durante la semana santa, algo muy especial. el problema de las distancias.