En las ciudades hay parques. Algunos estaban ahí, junto al río o la alameda, antes de que llegara la ciudad y los envolviera; otros fueron surgiendo en baldíos cercanos a las iglesias o al castillo; y más recientemente fueron el resultado de un plan urbano empeñado tenazmente en cercar espacios donde no podía edificarse nada útil, porque la ciudad o tiene espacios no útiles o deja de ser útil para nada. Una ciudad sin límites planificados y sin zonas verdes tendría jardines privados, arrabales de hierba y deshechos y solares abandonados por las crisis, pero las fuentes serían cada vez más pequeñas, las anchas plazas se convertirían en centros comerciales y los parques serían derrotados por el mercado de lo útil.
En las ciudades hay zonas verdes, que son un lujo de espacio, un paréntesis para la circulación y el negocio inmobiliario, un límite severo a la imaginación de las Corporaciones municipales y a los "proyectos". Las zonas verdes son fundamentalistas: se nutren de una radical prohibición que no admite excepciones, porque si sus límites tuvieran grietas, el empuje de la codicia los llenaría de ladrillo, asfalto, aparcamientos, supermercados de proximidad y pistas de pádel de pago. No, en los parques hay cosas inútiles e improductivas: un banco, una estatua, un sauce, un lago con nenúfares, un columpio sin ranura para monedas, un arriate con rosas o petunias, puede que un foso para la petanca y un quiosco. Espacios generosos para respirar, pagados con impuestos. Su sentido es ese: un territorio exento, un barbecho, una prohibición sin fisuras. Prohibida la propiedad privada y la compraventa.
¿Y el tiempo, tiene zonas verdes? Está, sí, la noche, y la bendita necesidad de dormir. El sueño es el gran parque de la vida: nada puede producirse, no puede avanzarse en ningún empeño, cada día unas horas de desempleo, una parálisis, un aturdimiento en el que brotan estatuas incomprensibles y se cruzan senderos imposibles, un disparatado rumiar de hierbas alucinógenas que nos sacan de quicio, mezclan edades y nos transportan a Atlántidas y Babias. Pero a veces no basta con el sueño. En la planificación de la vida espiritual se cercaban momentos en los que sólo se podía orar y contemplar: el "gran silencio" de los monasterios tan bien sentido en la recomendable película "Die Große Stille", de Philip Gröning. Un amigo mío asegura que es capaz a diario de dedicar un par de horas a no hacer nada: a media tarde, por ejemplo, mientras la ciudad y sus ruidos se afanan en llegar a la siguiente estación. Otros, la mayoría, dicen que su parque diario es el running, o ir andando al trabajo. Pero no, eso no vale. Un parque en el tiempo debe ser silencio dentro del ruido y quietud dentro del movimiento. Debe ser un momento deliberadamente perdido: tras la ventana, o en el sofá con música, o sentado en una iglesia con el eco de Dios, o de dios.
Pero no tenemos tiempo para nada. No tenemos tiempo que perder, y llenamos el tiempo de prisa, creyendo que así ganaremos tiempo. Mil veces nos lo decimos, y en vano creemos que pronto saldremos de la trampa. Confundimos el tiempo con el ritmo, y perdemos, así, el verdadero rumor del tiempo, ese que se mide en rotaciones y traslaciones, en las estaciones del año, en el devenir de los días.
Zonas verdes del tiempo. No para rendir mejor, sino para no rendirnos.
Me recuerda la obra de teatro "Esperando a Godot", de Samuel Beckett. Vamos y venimos a ninguna parte pero, eso sí, con mucha prisa.