Herido pero consciente.

 
 
 
No es una pose, lo juro: he sufrido especialmente los asquerosos atentados de París, y todavía sigo en el lugar de las víctimas: los que murieron, los que están muriendo, los que van a quedar heridos para el resto de sus vidas, los que se han despertado esta mañana  con la amarga desazón de la conciencia de que han matado a su hija o a su hermano. Me he sentido agredido, porque esos Kalashnikov disparaban a quienes por azar se encontraban cenando o caminando por allí, exactamente igual que yo aquella tarde, a esa hora, iba a recoger a mi hija a una esquina de la calle para traerla a casa. Nada distinto estaba haciendo que aquellos que encontraron la muerte en Bataclan o en Le Petit Cambodge. Me he sentido "París", claro que sí, porque París representa nuestra manera de entender la convivencia: una ciudad dispuesta para que cada uno viva su libertad en un escenario de calles, plazas, comercios, parques, aparcamientos, redes de abastecimiento, lugares de ocio, oficinas, escuelas y hospitales. He sentido, sí, odio por quienes dispararon, y odio por todo lo que hizo posible que esos tipos tuvieran un fusil en sus manos y llevasen dentro la munición del fanatismo que, desde sus atalayas, otros inocularon. Y no experimenté, lo reconozco, absolutamente ninguna consternación por los cuerpos rotos de quienes se habían ceñido un cinturón de explosivos para matarse después de haber matado todo lo que pudieron desde el primer disparo hasta que llegó la policía. Tampoco por el terrorista que fue abatido antes de accionar su cinturón. Ojalá hubieran reventado todos mientras iban en sus coches, mientras cargaban sus fusiles, mientras se ajustaban los explosivos que habrían de mandarlos a los cielos de Alá con sus vírgenes y sus mieles prometidas. Ojalá pronto sepamos que el octavo terrorista que logró huir se ha unido con sus compinches en ese cielo antes de que pudiera accionar en esta tierra los cartuchos de infierno que le puedan quedar.
 
Pero luego vienen las reacciones. Y necesito decir que no me siento cómodo con la retórica guerrera que veo segregarse a mi alrededor, por más que pueda comprender la pulsión de venganza que brota de nuestro estómago cuando vemos a nuestros compatriotas parisinos acribillados. Preferiría que no me acusaran de tibio o "buenista" si confieso que no me gusta ni un pelo el oportunismo populista (sí, he dicho populista) de los Manuel Valls de turno que saben que decir "guerra total" equivale a recibir un aplauso de gentes poco informadas, como si lo de París fuese algo completamente inesperado, como si los muertos del viernes fuesen una razón que no tuviéramos ya con los muertos de las Torres Gemelas o con los de los trenes de Madrid, como si creyéramos que las estrategias en los países del Golfo Pérsico se decidieran en función del número de muertos del viernes, como si hasta ahora hubiésemos estado en la inopia o contenidos por una barrera moral o un síndrome de debilidad que "por fin" vamos a transgredir gracias a la valentía repentina de nuestras autoridades. Lo siento, necesito decir que no he sentido el más mínimo entusiasmo por la "contundente" respuesta del bombardeo masivo de una ciudad donde, además de cínicos dispensadores del mal y jefezuelos de mierda, también habría inocentes, y que no es sino un bombardeo más, que sigue a otros tantos que cotidianamente se realizan, sólo que revestido de ansias vindicativas, casi como una operación mediática para levantar los ánimos. Sí, he dicho mediática.
 
Si tenían esos aviones (no sin estrenar) en los Emiratos Árabes Unidos, y si sabían dónde estaba el campo de entrenamiento y el centro de mando que atacaron, ¿por qué lo hicieron justamente ayer? Seguro que no por decisiones "militares" o por una bien pesada decisión "de guerra", sino exactamente por las mismas razones por las que el Estado de Israel responde con munición a cada uno de los insoportables atentados con los que tiene que convivir. A eso siempre lo hemos llamado "espiral de violencia", y muchos hemos sido educados en la convicción de que así no ganamos "nosotros": así ganan algunos (los jefezuelos, los traficantes de armas, los blanqueadores de dinero) y pierden muchos inocentes, tan absolutamente inocentes como el ingeniero granadino que el viernes encontró la muerte en París y las madres de los niños muertos colateralmente anoche en Siria. Yo no soy nadie para reprochar nada a quien confiese que le parece bien esa estrategia; puedo incluso envidiar la comodidad intelectual de quien se sabe situar de una manera tan nítida en escenarios de conflictos: al fin y al cabo, es verdad que a diferencia de los heroicos hijos de puta asesinos de París y la madre que los armó, los caza franceses no apuntaron a ningún inocente, y esa es una diferencia importante. Pero tengo derecho a decir, aunque sea a contracorriente, que yo no me siento cómodo y que no me siento en absoluto bien informado.
 
¿Entonces, qué? ¿Diálogo? ¿Negociación?  Supongo que no. Supongo que es demasiado tarde y demasiado pronto para el diálogo. No me cuesta entender que la primera obligación de un Estado es proteger la seguridad de los ciudadanos. No soy un alma bendita. Quiero que la policía vigile y que introducir fusiles en el maletero de un coche o en la bodega de un barco sea difícil. Quiero que se combata el yihadismo que anida en algunas mezquitas. No me escandalizo porque los servicios de inteligencia tengan carta blanca para investigar datos, seguir el rastro de armas y dineros, hurgar en internet para identificar amenazas. No me echo las manos a la cabeza por los controles de frontera ni por algún exceso proporcional en la investigación de las redes terroristas. Pero sí tengo derecho a decir que nadie me ha convencido de que Occidente lo esté haciendo bien en Oriente próximo. Tengo derecho a pensar que las cosas pudieron hacerse mejor en Iraq, en Afganistán, en Palestina, en la Península Arábiga, y que no todas las decisiones que se tomaron estaban pensando en mi seguridad, ni siquiera en mi prosperidad económica o en la defensa de la democracia y nuestros derechos.
 
¿Entonces, qué? Yo no lo sé. Faltaría más, que me pusiera a decir cómo se arregla el desastre de esa zona del mundo que lleva siglos en conflicto, si ni siquiera sé qué ha pasado en Libia, si apenas sé distinguir entre chiítas y suníes, si no tengo ni idea que cómo los odiosos espumarajos yihadistas del ISIS han podido controlar un territorio, ni de qué intereses se cruzan en Siria los rusos, los chinos, los americanos y los europeos. ¿Puedo, sin embargo, manifestar que no me siento cómodo? ¿Tengo derecho a decir que la diplomacia y los ejércitos de nuestros Estados no sólo persiguen extender la democracia urbi et orbe? ¿Puedo decir que no siento el más mínimo enardecimiento por batallas que no me han explicado?
 
Odio a los yihadistas, creo que no menos que Manuel Valls o Marine Le Pen. Me apunto a la prioridad de desmantelar sus redes, de conocer sus circuitos, de arrinconarlos y de hacerles la vida insufrible. Pero hace tiempo, mucho tiempo, que sospecho que hay mejores maneras de atacar las raíces (en plural) del problema que no han querido explorarse por consideraciones que nada tienen que ver con nuestra seguridad como ciudadanos, y es esa sospecha la que me impide pinchar en "me gusta" a tantos mensajes que estos días circulan por las redes sociales y no pocas columnas de opinión, entregados a una simplona e infantil pulsión bélica con la que los jefezuelos del ISIS están encantados porque vienen provocándola con toda la insolencia de que son capaces. Yo no me apunto a culpabilizar a Occidente por su "debilidad", por su "tolerancia" o por sus espacios de libertad, como si ahí estuvieran las claves de nuestra inseguridad: si Occidente tiene culpas que revisar, no serán esas. Si tiene algo que corregir, no debe ser justamente aquello que nos hace mejores. No me apunto a ese discurso latente del miedo a una colonización yihadista de Occidente aprovechando sus "tragaderas" para la inmigración, ni acepto que la variable de ajuste para preservar nuestra seguridad sea nuestro sistema de derechos y nuestra cultura de la tolerancia. No se trata de ser dogmáticos ni de permanecer aferrados a una ilusión política, pero sí de ser resistentes: sospechemos de nuestra propia propaganda. Subir el tono y hablar de "guerra" no nos hace más eficaces en la lucha antiterrorista. Ni siquiera nos preserva del populismo de derechas, que tan pronto se adhiere a líderes dispuestos a escenificar puñetazos en el tablero. Eso ya está muy visto. Prefiero que los cualificadísimos profesionales de nuestra seguridad sigan haciendo su difícil trabajo, y que de vez en cuando nos hagamos preguntas sobre qué estamos haciendo en esa región "estratégica" en la que no paran de matarse entre sí desde hace siglos, y que desde hace décadas nos salpica.

3 Respuestas

  1. Anónimo

    Muchas gracias, Miguel. De lo mejor que he leído estos días sobre los atentados. "Si occidente debe rectificar algo no es justamente aquello que nos hace mejores". "Tengo el derecho a pensar que no todas las decisiones que occidente tomó en el pasado sobre Oriente Medio buscaban mi seguridad, ni mi prosperidad económica y ni siquiera la defensa de la democracia y los derechos humanos". Tu artículo me ha dado muchas luces para enfocar el problema. Un fuerte abrazo. Miguel Ocaña

  2. Lo realmente duro de tragedias como la de París, que es igual a la que tuvimos que soportar aquí hace 11 años, es precisamente lo que comentas de la cotidianidad y de que las víctimas inocentes estaban ni mas ni menos que viviendo sus vidas con total normalidad: asistiendo a un concierto, tomando una copa de vino tras una dura jornada laboral y con la maravillosa sensación de un fin de semana seguramente plagado de planes…o simplemente paseando por la calle. aquí era gente que se había levantado al alba para ir a trabajar, gente humilde o gente acomodada, gente normal, viviendo sus vidas. Recuerdo que mi hermano vivía en Madrid y además sabiamos que tomaba alguna de esas líneas de metro con regularidad…te puedes imaginar lo que padecimos hasta que pudimos hablar con el. Por eso entiendo lo que dices y entiendo estos hechos como algo abominable, porque aun siendo terribles e injustas todas las muertes, las que se producen dentro de una guerra tienen quizá mas sentido para nosotros, parece que es más lógico que mueran soldados que están ahí, o los han metido ahí, con esos riesgos…

  3. Miguel, muchas gracias por dedicar el tiempo a escribir esta entrada. Desde hace unos días era todo cuanto necesitaba leer y no lo encontré en parte alguna. No he sabido explicarlo ni quise escribirlo, pero sentí lo mismo.

    La compartí desde mi espacio porque es algo muy valioso para leer.
    Saludos

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