La respuesta a la pregunta sobre si debe sacarse la asignatura de Religión del itinerario curricular e incluso del horario normal de clases no puede contestarse con un "hay cosas más importantes que arreglar". Claro que sí hay cosas más importantes, pero contestar así es tanto como decir: "prefiero que sigan las cosas como están, y prefiero no abrir la discusión, porque no estoy seguro de tener argumentos convincentes". Tal vez quien se escuda en el "hay cosas más importantes que arreglar" es que le da tanta importancia a la cuestión que no quiere someterla a la incertidumbre de un debate o de un escrutinio democrático.
Pero la premisa de la que debe partirse es que se trata de una pregunta que sólo democráticamente puede contestarse, y que cualquiera tiene derecho a suscitarla. No se trata, pues, de adivinar lo que Dios querría, lo que "debe ser", o lo que pasa en Francia o en Dinamarca, sino de determinar cómo la sociedad española concibe y valora el componente formativo-religioso en la educación pública. Respuestas hay muchas y muy variadas, más allá del "pro" y el "contra", y quizás merece la pena no apresurarse en las simplificaciones.
No pasa nada por reconocer dificultades e incluso contradicciones en esta importante cuestión. Yo, desde luego, las tengo. A mí me parece muy natural que mis hijos aprendan la historia de los evangelios, que conozcan el sentido de los dogmas católicos, que les expliquen la diferencia entre un sacramento y un rito, o el proceso de decantación de la ortodoxia, y que una familia sin medios económicos holgados pueda aspirar a que sus hijos sean educados por los jesuitas con su propio estilo, por poner el mejor ejemplo que tengo a mano. Aunque no estoy seguro de que en las clases de religión de todos los colegios expliquen cosas tan interesantes y no se queden en una catequesis de mandamientos y bondades. Pero también me parece natural la respuesta "laica" de no financiar con fondos públicos ninguna enseñanza confesional y hacer una escuela religiosamente neutra, ya sea dejando para el ámbito privado la cuestión religiosa, ya sea tratándola como un fenómeno cultural, suministrando a todos los alumnos información sobre al menos las grandes religiones presentes en nuestra historia y en nuestra sociedad.
Personalmente no me sentiría incómodo con esa respuesta. Pero debo reconocer una contradicción interna que me impulsa a escribir esta difícil reflexión sin esconderme en lugares comunes. Esa contradicción proviene del recuerdo de las ideas educativas de mi padre, quien desde luego sí defendía la enseñanza confesional, y ofrecía en numerosos artículos (muchos de ellos recopilados en el libro Escuelas Profesionales de la Sagrada Familia: memoria de una época, Biblioteca SAFA, 2004) argumentos que, con alguna adaptación, son útiles y valiosos en un contexto democrático.
En su opinión, vertida sobre todo en los tiempos en que se vislumbraba el desmontaje de la educación confesional católica del franquismo, la educación de un niño se embrolla, se aturulla y se enreda en la confusión si no se tensa hacia un objetivo bien definido, de carácter trascendente, ético o "fundamental", es decir, no contingente ni coyuntural: la arquitectura del pensamiento religioso o los grandes planteamientos éticos no pueden imponerse, pero son una manera valiosa de ver el mundo y concebir a la persona, por lo que tampoco pueden ignorarse o expulsarse de la escuela. Por uno de sus artículos, conozco la cita de Giraudoux: "¿quién enseña a Elena a no embrollar sus deseos, sus virtudes; a no tener por alma una masa confusa?". Pero, ¿cómo puede proponerse en una escuela pública un pensamiento elaborado desde creencias? Aquí está lo importante: no es que en la escuela deba impartirse una asignatura con carácter confesional, sino que los padres habrían de tener derecho a que sus hijos recibiesen una educación (pública) íntegra y abiertamente confesional, sin que ello pueda suponer ningún tipo de desventaja en cuanto a financiación con fondos públicos. ¿Por qué? Porque, si es cierto que la fe religiosa es asunto personal y privado, también lo es que el derecho a la educación no puede concebirse como algo ajeno ese ámbito personal y privado; y porque no es desde ningún punto de vista deseable la escisión entre educación y creencias, cuando éstas existen. Tal escisión la admite sin dificultad quien no tiene creencias, pero resulta más complicada para quien sí las tiene y no quiere encapsularlas en una cámara resguardada de la ciencia y la cultura modernas. "No es la religión un detalle -escribía mi padre en 1976- en el cuadro educativo: es el marco. La física no es recambiable por la Biblia, ni la enseñanza del teorema de Pitágoras o del principio de Arquímedes pueden ceder o no ceder sitio (según el humor o el tiempo) a la teoría de las verdades cristianas y a la práctica de la moral". Y añadía: "Las demás enseñanzas dan conocimientos necesarios; la educación cristiana [no es una enseñanza más, sino que] ofrece sentido, dirección, clave y organicidad, cuando se administran genuinamente, a todos los conocimientos. No es una 'disciplina' a la que se hizo un huequecito al lado de la gimnasia, para relleno en los horarios no apretados".
Dicho de otro modo, se trataría de optar por un pluralismo positivo en materia religiosa, y no por el laicismo: lo deseable, pues, sería no que en todos los colegios se impartiese la asignatura de Religión, como optativa y yuxtapuesta al resto del programa curricular, sino que, al menos donde hubiere demanda, se permitiera la existencia de centros escolares confesionales dotados con fondos públicos, que orientasen la educación en su conjunto desde una inspiración religiosa (o ideológica) determinada. No una clase añadida y extravagante que apenas es algo más que una pedrada inocua, anecdótica, y al fin y al cabo perturbadora en un centro escolar aconfesional, sino un modelo pluriconfesional que dé entrada a la religión por la puerta grande de la escuela, y no por la ventana de un "nicho curricular" con clases, exámenes y notas. Claro que sí, ello se traduce en el mantenimiento de un sistema razonable de conciertos educativos que permitieran eficazmente a los padres que lo pidiesen optar por una educación confesional. Es fácil de entender que esto no convierte al Estado en confesional, porque la confesionalidad es incompatible con el pluralismo, y se trataría de aproximarse a algo tan simple como la diversificación de la oferta educativa pública intentando ajustarse a la demanda social.
La cuestión del tratamiento de la religión en la escuela admite planteamientos más complejos que el "sí" o el "no" a una insignificante asignatura. Creo que el modelo que ahora tenemos, de asignatura evaluable, curricular, subcontratada al Obispado, con alternativa y dentro del horario escolar, es el peor de todos, porque no deja de ser un privilegio de una determinada confesión, y no cumple la finalidad de imbricar e interrelacionar ciencia y cultura con religión. Sin duda encuentro preferible, para los centros no confesionales, una asignatura de cultura religiosa, descriptiva de la historia y las características de las grandes religiones.
Una última precisión: defender estas posibilidades para una enseñanza de corte confesional subvencionada con fondos públicos no es fácil. Y no lo es porque el modelo "laico" no carece de buenas razones, y se concreta con propuestas más sencillas y fácilmente comprensibles. En todo caso, entiendo que es un buen momento para abrir el debate sin prejuicios y con disposición de llegar a soluciones que, más que "intermedias" o tibias, tengan sentido. Y eso pasa por abandonar de una vez el modelo de la "asignatura" confesional. El sistema público de enseñanza puede admitir ofertas confesionales añadidas a una escuela pública laica, pero no sirve de nada empaquetar la religión en una asignatura.
by Ernesto L. Mena
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