¿Por qué despreciar las (pocas) ocasiones en que el calendario se empeña en detenernos para hacer ajustes, detectar derivas personales perniciosas, revisar rutinas y proponer objetivos alcanzables?
Cuando éramos pequeños, mi madre nos invitaba a escribir en papelitos buenos deseos y algunos propósitos. Eran secretos. Los colocábamos en el Portal de Belén y en nochebuena los quemábamos, para que en forma de humo ascendieran hacia algún cielo misterioso que se hiciera testigo, donde sin duda algún ángel sería capaz de leerlo todo y echar una mano.
Creo que conservo algún rescoldo de aquella emoción voluntarista. En general no creo mucho en la fuerza de la voluntad, pero casi todas las tardes de nochebuena me encuentro en algún momento frente a aquél Portal de Belén de la infancia, y no rehúyo los brotes de nostalgia más mítica que mística. Entonces, la chatarra de tanta felicitación navideña se convierte, por un instante, en oro, o quizás en mirra e incienso, y vuelve a parecer posible una vida digna, noble, fecunda, útil, alegre, compleja, abierta. La que uno siempre ha querido. Dura poco, lo sé, pero es una cita que se repite. Los contextos vitales de cada uno tienden a arrinconar esas menguantes zonas verdes del espíritu en las que uno parece distanciarse de los afanes pequeños, y se siente formando parte de algo más grande.
Desde ese breve instante, que seguro llegará también este año, formulo mi ancestral deseo de "feliz navidad", que es cosa distinta de ese efervescente y cortés "felices fiestas" con el que no quiero conformarme.
Qué cosas tan bonitas sembraron nuestros padres en nuestro corazón para que irrumpan de cuando en cuando y nos hagan entender que aún somos esos pequeños inconformistas en busca de la belleza y la unión.
Feliz Navidad¡¡¡