—¿Y quién es mi prójimo?
30 Jesús respondió:
—Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de unos ladrones. Le quitaron la ropa, lo golpearon y se fueron, dejándolo medio muerto. 31 Resulta que viajaba por el mismo camino un sacerdote quien, al verlo, se desvió y siguió de largo. 32 Así también llegó a aquel lugar un levita, y al verlo, se desvió y siguió de largo. 33 Pero un samaritano que iba de viaje llegó adonde estaba el hombre y, viéndolo, se compadeció de él. 34 Se acercó, le curó las heridas con vino y aceite, y se las vendó. Luego lo montó sobre su propia cabalgadura, lo llevó a un alojamiento y lo cuidó. 35 Al día siguiente, sacó dos monedas de plata[c] y se las dio al dueño del alojamiento. “Cuídemelo —le dijo—, y lo que gaste usted de más, se lo pagaré cuando yo vuelva.” 36 ¿Cuál de estos tres piensas que demostró ser el prójimo del que cayó en manos de los ladrones?
37 —El que se compadeció de él —contestó el experto en la ley.
—Anda entonces y haz tú lo mismo —concluyó Jesús.
(Lc 10, 30-35)
Aunque no lo quieras, aunque no lo busques, la calle te suelta a veces un buen bofetón poniéndote delante la miseria. Una miseria próxima, concreta, visible: un joven hurgando en la basura, un borracho instalando su morada en un rincón del metro, una desdentada pidiéndote veinte céntimos en la mesa de la terraza donde estás leyendo el periódico y tomando un café, un matrimonio de rumanos desolado en un supermercado porque la leche y el pan ya han agotado el presupuesto.
No siempre estas situaciones generan un sentimiento de compasión. Estamos enseñados a defendernos con subterfugios y coartadas morales frente a descarnada evidencia de que hemos caído en el lado bueno. ¿No nos sorprendía cuando aprendíamos el evangelio que Epulón fuera tan sumamente insensible a la suerte de "su pobre", el pobre Lázaro? Lázaro buscando las migajas que caían de su mesa: tan cerca uno de otro, pero tan abismalmente separados por los diques de la fortuna y el infortunio. Lo cierto es que hay Lázaros, y que se rozan a diario con nosotros buscando las migajas que caen de nuestros banquetes. Exactamente igual que en la parábola. Unas veces apenas esbozamos un gesto de instantánea compasión que dura lo que tarda el semáforo en darnos paso; o cargamos contra los recortes del Gobierno y de la Troika; o pensamos si cuando la cosa vaya a mejor aumentaremos la asignación mensual a la ONG que hemos elegido; o miramos para otro lado para eludir la interpelación; o recordamos que la limosna lo único que consigue es apuntalar la miseria y fomentar la mendicidad, y recordarmos aquél refrán chino sobre el pez y la caña de pescar. O...
No, la pobreza no es respetuosa, no tiene la virtud de la discreción, y tiene la mala costumbre de incomodarnos al ponerse frente a frente. Vamos a sacar dinero al cajero y tenemos que saludar a dos nigerianos que duermen dentro y huelen mal. Salimos del teatro y nos encontramos la mano sucia extendida pidiendo algo. Nos bajamos del taxi y nos topamos con el anciano que a duras penas logra subir el escalón del autobús urbano. La pobreza afea las calles, estorba, te obliga a apartarte. Y los niños explotados. Y hay comedores sociales, y está Caritas, y nadie les ha forzado a venir aquí, y... Golpe a golpe, nos vamos haciendo feos. Borramos a los pobres, porque no sabemos qué hacer con ellos. Es imposible hacer de buen samaritano con tanto herido que a diario yace en el borde de nuestro camino. La pobreza nos convierte en levitas: nos desviamos y pasamos de largo. Qué remedio.
En la televisión un londinense justifica las púas que habían clavado en el rellano del portal para evitar que un mendigo durmiese acurrucado en ese espacio porque él pagaba con esfuerzo el alquiler de su apartamento y algunas mañanas la puerta tropezaba con el mendigo, que tardaba en apartarse. Hasta dónde vamos a llegar.
Ya sé que se la saben, pero no hace daño releer la parábola una vez por año:
Bueno, creo que en el portal de ciertos personajes no se encontrarán con mendigos; así que es cosa del "currante" el dar de lo poco que tiene. ¡Qué fácil es predicar con las alforjas llenas y con el bolsillo ajeno!
Pues nada, a poner púas, anónimo. Creo que la ley no lo prohíbe.
muy de acuerdo con tu reflexion, Miguel. a mi tambien me dio una bajona de moral la primera vez que vi estas sofisticaciones de la arquitectura moderna para 'defenderse' del que no tiene nada. de joven me habia dado tristeza ver los pinchos que ponian en los edificios para que no se posaran las palomas (animales que me gustaba criar de pequenio). como nos hemos ido embruteciendo a la vez que mejora la tecnologia !.
La compasión por los animales debe andar por la misma zona del cerebro que la compasión por las personas, Edu. Un abrazo
Miguel.