Un momento democrático

Lo sabemos: la construcción
europea está herida por su ‘déficit democrático’. Sus centros de decisión son
mucho más permeables a los circuitos del poder económico que a los mecanismos
de representación popular; adolece de los males de la tecnocracia y más parece
un armatoste al servicio del poder que un poder al servicio de la sociedad. Sí,
es cierto: hay más euro que Europa, más mercado que política, más intereses que
derechos, más naciones que ciudadanía. La Unión Europea ha dejado de avanzar
hacia aquello que tanto ilusionó a mediados del siglo XX, y no parece tener
claras cuáles son las señas de identidad que le dan sentido como oasis civilizatorio
en la historia. Como tampoco identificamos verdaderos líderes
radicalmente empeñados no ya en que Europa funcione, sino en
comprometerla en objetivos políticos ambiciosos.
 
Pero hay convocadas elecciones en Europa. Cada europeo
es llamado para participar en un momento inequívocamente democrático. Al mismo
tiempo se celebrarán elecciones en Viena, en Atenas, en Florencia, en
Berlín, en Ámsterdam, en Londres, en Belfast, en París, en Varsovia,
en Lisboa, en Toledo. En Bolonia, en Lovaina, en Salamanca. En Asís, en
Santiago de Compostela, en Roma. En Milán, en Francfurt, en Barcelona, en Lyon,
en Copenague, en Oporto. Con sólo pronunciar los nombres de estas ciudades, y
tantos otros que desbordarían las páginas de un periódico, ya nos damos cuenta
de que eso de “ser europeo” tiene contenido real. Lo mismo ocurriría si
enumerásemos los científicos, los políticos, los escritores, los filósofos, los
artistas y los santos que dan nombre a tantas calles de esas ciudades; o si
enumeramos sus Universidades, sus iglesias, sus teatros, sus cafés. Y entonces
mi percepción crítica sobre el proceso de construcción europea no me impide
apreciar que se trata de algo muy valioso, y por tanto algo que hay que cuidar.
Porque no es cosa de ellos, de los candidatos: es cosa nuestra. 
Yo quiero estar ahí. Es verdad
que, sinceramente, no encuentro razones profundas (es decir, algo que vaya más
allá de sensaciones, inercias o golpes de voluntad) que me hagan comerme las
uñas por saber quién va a “ganar” de entre los candidatos que estos días han
aparecido en televisión y en la cartelería urbana. Me han parecido, una vez
más, aburridos, rutinarios o alarmantemente simples los mensajes que con
tanto esmero y dedicación han procurado colocar a diario en los medios de comunicación
tras el asesoramiento de los sociólogos de turno que ponen el discurso al
servicio de las expectativas más simples del electorado. Por eso más que a una
conversación electoral, hemos asistido, como es habitual en campaña, a una
cháchara que se va formando con escombros, deslices (alguno muy grande, pero
excesivamente enfatizado de contrario), tópicos y calderillas que se van
alimentando mutuamente: hoy digo esto, mañana me contestan, y pasado contesto
yo... Poca épica, poca filosofía política, y al mismo tiempo poca conciencia de
las limitaciones del Parlamento al que concurren como candidatos, desde el que
se pueden conseguir algunos objetivos modestos, y no mucho más.  Pero yo quiero estar ahí, en ese espacio electoral
que es mío porque lo ganó para mí una larga historia de conquistas políticas.
Por eso me importa mucho votar, aunque no me importe tanto a quién voy a
votar. 
La suerte de Europa en las
próximas décadas no está echada. Hay itinerarios diferentes delante de
nosotros, y aunque la cuota de poder atribuida a cada uno de nosotros sea
infinitesimal, cada uno puede decidir ejercerla con la máxima responsabilidad.
Deberíamos olvidarnos un poco de nuestro desapego por los políticos y nuestro
hartazgo por la publicidad electoral, y participar en este momento democrático
con una reflexión personal, la que cada uno alcance a enhebrar,
sobre Europa. Un pensamiento sobre lo que para cada uno significa ser
europeo, y sobre la trayectoria que como ciudadanos nos gustaría que siguiese
esa gran iniciativa que es la Unión Europea. A nuestro alrededor cunde una
deliberada y autosatisfecha indiferencia frente a este proceso electoral y
frente a todo lo que tiene que ver con la política, pero no es obligatorio
seguir esa corriente: piensen que de la indiferencia ciudadana muchos sacan
cuantiosos réditos, y que puede merecer la pena resistir esa corriente y
sentirse ciudadano europeo con derecho a voto.
Lo terrible es que ha prendido
el mensaje de que la manera más digna de participar es la abstención, como
fórmula de protesta frente a la ineficacia de partidos políticos e
instituciones -en este caso europeas-, que han sido incapaces de prevenir con
prudencia la crisis y tratarla luego con justicia. Se trata de un discurso
legítimo. Pero también es legítimo empeñarse en decir “yo estoy aquí”, y
participar con un voto en uno de los rincones virtuosos de todo este escenario:
el rincón de la democracia. La democracia no es sólo un mecanismo de sufragio,
pero exige un sufragio. La institución más democrática de la Unión Europea es
su Parlamento, y es bueno que el Parlamento reciba la fuerza del voto de los
ciudadanos. Votar este domingo no es convalidar globalmente el status quo, sino
tomar posesión de un espacio que nos pertenece. 

Nada de esto se parece a ningún
paraíso, pero el domingo por la mañana cogeré mi documento de identidad y
caminaré hacia el colegio electoral sin prisas. Miraré a la gente. Me
sentiré ciudadano. Mientras tanto pensaré, probablemente sin entusiasmo, qué
papeleta que escogeré. Eso será lo de menos. Pero estaré ahí:  seré
un europeo que estará protagonizando un momento democrático. El domingo votaré, y el lunes reivindicaré más democracia.

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