A primera vista parece odio. Odio capital, con mayúsculas, ése que no repara en las consecuencias, que tiene prisa por hacer daño y no cuida los detalles, las consecuencias. Odio de alguien secuestrado en el rencor, que no es capaz de salvarse a sí mismo de la compulsión por ver abatida a la persona odiada. Odio militante, activo, con recursos, odio afilado y preparado para intervenir. Tú me has hecho daño, tú me has jodido la vida y a mí me queda nada más que una carta, pero me queda una carta: la venganza.
Imagino a esa chica, Montserrat Triana, o a su madre, o a quien quiera que fuese, durante el proceso de decisión de empuñar una pistola y matar a la presidenta de la diputación. La deliberación duraría días. La impresión es que no se trató de un arrebato momentáneo, sino una ejecución pública, una pena de muerte decidida en privado en un juicio sin más partes que una acusación insidiosa impulsada por la derrota y el resentimiento.
La vida está llena de derrotados, de humillados, de perdedores, de abrasados por el resentimiento. Todas esas pulsiones contienen una energía contenida que, si estalla en forma de venganza, hace un daño tan enorme como inútil. Usar la baza de la venganza criminal es aceptar la mayor de las derrotas posibles, porque ya se ha renunciado a la justicia, incluso a la rebelión, y sólo queda la prisa por cobrarse la pieza y hundirse para siempre.
No matarás, no dañarás al prójimo. Cuanto más relativos y subordinados sean estos imperativos, cuantas más cláusulas y condiciones se le añadan, más cerca estamos del abismo .
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