La familia no ha decidido aún dónde serán esparcidas las cenizas de Gabo. O sí lo ha decidido, pero no quiere decirlo. Pero lo que la familia no ha podido controlar es todo lo demás: todo lo que huyó de convertirse en cenizas.
Todo lo demás, todo lo que no son las cenizas, se convirtió en humo. También todos los laberintos de su cerebro, en los que aún anidaban los recónditos resortes de los que salieron tantas palabras prodigiosas, tantas historias tremendas, tanta literatura. El fuego arrasó el amasijo de materia donde se albergaban las infinitas novelas que podría haber escrito de tener tiempo infinito, donde se fabricó tanto monumento de palabras, donde las partículas de los recuerdos se rozaban con las de la imaginación generando personajes, situaciones, paradojas, universos que forman parte de la historia de la humanidad.
Y el humo ascendió a los cielos en columnas ligeras y alegres, no con la pesadumbre trágica de los crematorios de Auschwitz. Y las partículas, al mezclarse con la humedad de otras nubes, se liberaron, se activaron, como si Gabriel otra vez estuviese sentado delante de un teclado. Se juntaron unas con otras, fueron arrastradas por el capricho de los vientos, y ahora están empezando a caer sobre nosotros.
Dicen que estos días están lloviendo novelas, sobre todo en la zona del Caribe. Llueven charlas insólitas entre Don Juvenal Urbino y José Arcadio, entre Úrsula Iguarán y Santiago Nasar, entre Aureliano y la mamá grande. Llueven daguerrotipos sobre bailarinas de cuerda, llueven turpiales, canarios, azulejos y petirrojos, mariposas amarillas, lupas, mapas portugueses e instrumentos de navegación. Dicen también que las primeras de esas lluvias prodigiosas, quizás las que condensaron los últimos recuerdos del escritor, tenían forma de mujer vestida de oro en el cogote de un elefante, de dromedario triste, de oso marcando el compás con un cucharón y una cacerola. Que había figuras de payasos y hormigas voladoras, y unos cuantos curiosos asomados al precipicio de la incertidumbre.
Gabriel García Márquez está lloviendo. Caen Macondos en noches de llovizna. La familia no sabe aún qué hacer con las cenizas, pero todo lo demás está alborotándose en las nubes, está formando charcos, se precipita por las torrenteras y avanza a través de los ríos con destino al mar abierto. Hay que darse prisa, no siempre llueven aguas así.
"Se desempedraba el cielo en unas tempestades de estropicio, y el norte mandaba unos huracanes que desportillaron techos y desenterraron de raíz las últimas cepas de las plantaciones".
Hay tres novelas de García Márquez que recuerdo especialmente: El amor en los tiempos del cólera, Del amor y otros demonios, y Crónica de una muerte anunciada. Cuando las leí, las tres me parecieron una maravilla. Por eso creo a pie juntillas eso que escribes, que “el fuego arrasó el amasijo de materia donde se albergaban las infinitas novelas que podría haber escrito de tener tiempo infinito”, porque es verdad que parecía tener una capacidad inagotable de fabular, como si sólo tuviera que sentarse a escribir para que ocurriera el milagro.
No puedo resistirme a copiar el final de El amor en los tiempos del cólera, por si alguno no lo recuerda. Para mi es uno de esos finales sencillamente perfectos.
"El capitán miró a Fermina Daza y vio en sus pestañas los primeros destellos de una escarcha invernal. Luego miró a Florentino Ariza, su dominio invencible, su amor impávido, y lo asustó la sospecha tardía de que es la vida, más que la muerte, la que no tiene límites.
– ¿Y hasta cuándo cree usted que podemos seguir en este ir y venir del carajo? – le preguntó.
Florentino Ariza tenía la respuesta preparada desde hacía cincuenta y tres años, siete meses y once días con sus noches.
– Toda la vida – dijo."
Bonita entrada.
Teresa
No lo tenía entre los finales memorables, pero lo es.
Gracias.