Lo mejor de la serie "House of Cards", lo indiscutiblemente excelente, es su presentación: las imágenes de un fluir urbano en la ciudad del poder (Washington) y una música que tiene componentes de noticiario nocturno con ráfagas de teletipos sobre los que cabalga una melodía ancha y honda de drama psicológico. Aquí la pueden ver y oír:
Los primeros números que vi me parecieron elegantes, muy bien interpretados (Kevin Spacey y Robin Wright) y con un guión de cierta complejidad e inteligencia que devaneaba con ambigüedad entre el cinismo y restos de una cierta tensión moral no del todo abandonada. Aunque debo ser uno de los españoles que menos episodios de serie ha visto en su vida entera (creo que me quedé en "Hombre rico, hombre pobre"...), de ésta vi siete u ocho, los suficientes como para más o menos seguir la trama. Pero no sé si por exigencias de la audiencia o por agotamiento de ideas, pronto fue simplificándose, el cinismo se afiló más allá de lo esperable, Frank Underwood se empezó a parecer a una caricatura y se acabó decantando exageradamente por la falta de escrúpulos, porque ya no fueron juegos de cartas marcadas, traiciones políticas o tácticas de poder sobre tableros vivos, sino dos asesinatos cometidos de propia mano y sin más móvil que la ambición de poder personal.
Reconozco que esa deriva del guión me ha alejado de la serie, porque ya me cuesta más la empatía con el personaje, por mucho que te mire y te hable de frente (un recurso viejo, utilizado ya en las obras de teatro clásico). Cuando digo "empatía" no me refiero a "simpatía", sino a hacerme cargo. Uno puede hacerse cargo de contradicciones internas, de incoherencias, de debilidades, incluso de grandes pecados de cualquiera, uno desde luego es capaz de admitir la complejidad de los resortes del poder y comprender que los principios han de tener diversas capas con resistencia gradual y progresiva, de manera que muy pocos asuntos puedan realmente resolverse con la autoridad de un principio moral. Pero (¿será una tara educacional?) estoy programado para necesitar un mínimo de tensión moral, un arrepentimiento que al menos llame a la puerta, aunque ni siquiera se le abra. Estoy educado en la acción y reacción tan extraordinariamente descrita en Crimen y castigo, como si el alma tuviese una especie de sistema vestibular, unos péndulos compensatorios intranquilizantes generadores de cierto equilibrio.
Odio las moralejas, me espanta la moralina explícita, me gusta la transgresión y el abismo como tema literario, pero para conmoverme necesito algo de drama moral, y no hay drama moral si no se tropieza uno con grandes preguntas, de esas que uno preferiría no tener que contestar. Seguramente esa "carta" saldrá todavía en fases más avanzadas de House of Cards. Es probable que Frank Underwood algún día se ponga frente al espejo y se haga la pregunta inevitable: si algo del daño que hizo fue evitable.
by Ernesto L. Mena
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