Empieza a preocuparme. Ayer comprobé que una de cada tres personas con las que me crucé por la calle San Antón de Granada (una calle cualquiera) estaba operando con su móvil en la mano: hablando, consultando, fotografiando, escribiendo. No hay conversación que dure más de diez minutos en la que alguien no me muestre su pantalla de móvil con un mensaje, un chiste o una fotografía estupenda. El chiflido del Whatshap del teléfono de quienes tengo a mi lado suena continuamente, recordándome que me estoy quedando fuera de conversaciones tan interesantes sobre las que luego giran las conversaciones presenciales (me dijiste que, te contesté que, el otro lo interpretó mal creyendo que). Empiezo a preocuparme: ayer pensé que esos aparatos repartidos entre la población de manera masiva están absorbiendo demasiada energía y desplazándola hacia nubes digitales, reservorios, plataformas y satélites lejanos, dejando esto más callado y quieto. Empiezo a verme como en una vieja ciudad abandonada, desplazado su movimiento hacia un extrarradio moderno donde pasa todo. Como si viviera en Bonn (¿se acuerdan de Bonn, capital de la República Federal Alemana?), y todos se hubiesen marchado a Berlín. Como si viera pasar desde mi ventana los aviones que van y vienen cargados de mensajes que no tengo medio de descifrar.
Mi móvil registra una media de tres llamadas diarias (he hecho el cómputo de los últimos diez días: 32 llamadas entrantes y salientes) y un mensaje (11 en diez días). Si en agosto decidiera decir sí a las ofertas que me buscan con meritoria insistencia para regalarme un móvil "contemporáneo" (el mío es cuaternario), pasaría a formar parte del tráfico de chiflidos y de la vida móvil. No sé qué hacer. Ahora, en agosto, me marcho a un rincón donde no hay cobertura: buen lugar para tomar decisiones sin chiflidos ni cantos de sirena.
by Ernesto L. Mena
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