Estaban pasando la página de una novela, mirando de reojo la comedia romántica americana, acariciando al niño que acababa de dormirse, llamando por móvil para organizar una salida nocturna nada más llegar. Dos compañeros de asiento se habían contado un trozo arbitrario de sus vidas. Alguien acababa de salir del retrete, o estaba pagando el refresco en la cafetería. Alguien echaba de menos un cigarrito. En los vagones viajaban, veloces, los pensamientos de verano, el temor a la declaración de concurso de su negocio, el recuerdo de los tres días en Madrid con ella. Algunos portátiles estaban encendidos: noticias de Rajoy, de Griñán, del Papa Francisco; juegos, series de TV almacenadas, un escrito de abogado. Todavía no estaba atardeciendo. Por las ventanillas de la izquierda ya se habían divisado las torres del Obradoiro, la torre de Quintana. Las maletas llevaban equipajes planchados de ida o arrugados de vuelta. Pocas horas antes, en la estación de Madrid, cada cual buscó su coche, su número de asiento: nadie pensó en lo decisivo que podría acabar siendo que fuese en éste o en aquél. Olmedo pasó como una exhalación, Valladolid se detuvo unos minutos; el tren atravesó el Bierzo, se adentró en el verdor y en las montañas onduladas, viejas, de Galicia. Orense. La señora se queja de sus piernas hinchadas.
En el otro lado, algunos estaban ya arrancando el coche para ir a la estación a esperar al hijo, a la novia. Es miércoles y víspera de Santiago. El tren coge ritmo en la larga recta. Quizás está recuperando un leve retraso. El tren es el mejor medio para viajar. El ambiente es elegante: zapatos de viaje, maletines Samsonite, novelas de Follet, iPhones, un silencio veloz de aire acondicionado y penumbra.
La curva. Una curva que de repente se ha hecho famosa. Los protagonistas no lo saben: se han muerto de pronto, inesperadamente, sin agonía, en mitad del verano. Un infierno entre chatarras. Suenan los móviles, algunos no responden.
by Ernesto L. Mena
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