Calpe, Alicante. Caído en un inmenso hotel de convenciones, en medio de otros tantos edificios que se parecen demasiado al cemento. Balcones y ventanas, casi todos apagados hasta que no llegue julio, que albergan la inversión de alguien que buscó en vano la imagen idílica de infancias o películas con una playa despoblada entre pinos y rocas. Todos apelmazados en esas torres, igual que en las autopistas se agolpan los vehículos de quienes creyeron al comprarlos que habían puesto ruedas a su libertad. Un grupo aquí, otro allá, un congreso, una excursión de finlandeses. El mar al fondo, como un escenario, con algunas gaviotas surrealistas entre antenas de televisión y de telefonía. Cada uno creyéndose distinto, molesto por la enorme presencia de los demás. Como si cada uno no fuese un demás.
Todos querríamos ser el viajero del XIX, y no somos más que el turista del XXI. Salvo cuando viajamos dentro de nosotros mismos, allá donde estemos. Eso es lo que puede salvarnos. Pero no hay autopistas para ese destino. Es sendero, jungla, maleza, y los hoteles no presumen de estrellas falsas.
by Ernesto L. Mena
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