El siglo XX se les fue de las manos a quienes estaban llamados a controlar los grandes procesos. Tras las guerras, recogiendo un impulso anterior hecho de movimiento obrero y hasta de doctrina social de la Iglesia, la gente creyó en sí misma y en la posibilidad de conseguir, con la política, un mundo mejor. Creyeron que tenía sentido trabajar menos para tener más tiempo libre, sujetar la economía con leyes democráticas, emplear recursos en algo de bienestar y algo de seguridad para todos. Creyeron que merecía la pena empeñarse en proteger al que se quedaba fuera, hacer de la educación un instrumento de permeabilidad social, asegurar un final tranquilo a quienes llegaban a los sesenta y tantos. En el mundo occidental constitucionalizaron enormes estructuras de poder democrático que rivalizaba de verdad con los otros poderes, los de siempre. Los ejércitos cerraron muchos cuarteles, las policías se dedicaban al tráfico y a la delincuencia, sin apenas problemas de orden público, porque el orden público se conseguía con ciertas dosis de justicia social. Pero se les fue de las manos tanta "concesión socialista", y ahora han creado y/o aprovechado esta crisis generada por su codicia, para reconducir las aguas a su cauce preferido: su libertad para hacer y deshacer sin trabas.
Recórtenme, pero por favor, no me digan que hemos vivido como señoritos. No me digan que es malo disponer de un cualificado y poderoso cuerpo de funcionarios. No me hagan creer que las vacaciones y la reducción de la jornada laboral son pecado. No hablen de lujo cuando tratan de salud y de enseñanza, de protección a los cuidadores o de renta mínima de inserción. No intenten hacerme creer, por favor, que la virtud está en renunciar a todo aquello para que el poder del capital se haga cargo de las cosas. Dígannos, por favor, al menos, que lo sienten mucho, y no que nos jodamos. Sigan, si les consuela, denostando la herencia de Zapatero, pero por favor, respeten la herencia del siglo XX. Llámenla, si quieren, doctrina social de la Iglesia, si eso les infunde más respeto.
by Ernesto L. Mena
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