Carlos García Hirschfeld

Lo conocí hace 32 años. Aquél día no sabía que estaba conociendo a un jesuita que habría de ser tan importante en mi vida. Cuántas palabras acertadas le he oído decir, de esas que, sin trampas afectivas ni atajos piadosos, nos ponían tan lúcidamente frente a nosotros mismos. Qué manera de traducir para las vidas de quienes estuvimos cerca de él las palabras del evangelio. Qué maravilla de hacer teología y espiritualidad con la materia de nuestras vidas, entre las que mezclaba la suya. Cómo supo extraer de tanta hojarasca dogmática y eclesiástica sospechas y preguntas para que cada uno armásemos nuestro itinerario espiritual, en aquel tiempo en que ya no era fácil creérselo todo por imperativo de fe.

Debo a Carlos muchas cosas. Quizás la principal es una manera honesta intelectual de asumir y ensamblar las dudas de fe y los valores radicales de un cristianismo abierto, desplegado sin miedo, expuesto a la intemperie de la razón crítica, entroncado con las perplejidades de quien va dejando de creer en ídolos para poder seguir creyendo en un Dios posible pero no etéreo. Qué deuda de gratitud tan enorme con quien se dedicó a convencernos a tantos de que tiene sentido utilizar los materiales del cristiano que hay en nosotros para proponernos una manera de vivir la vida con seriedad.

Carlos se ha muerto esta mañana de miércoles santo. Echaré tanto de menos en sus funerales que él mismo no pueda darnos su última homilía, la definitiva, la que podría recoger treinta dos años cargados de sentido.