El recado

SI LA ETERNIDAD fuese algo más que una ficción o un anhelo, si fuese algo más que una hipótesis, entonces habría de parecerse a la plaza central de San Miguel del Pino a la hora de comer, un día de primeros de agosto y de finales de los sesenta en que tía Marita me mandó ir a comprar un litro de aceite que le hacía falta para aliñar la ensalada y, de camino, una docena de huevos y un kilo de azúcar. Me dió dos billetes de cien y una cesta de red de nylon con asas de plástico verde y salí por la puerta noble de la casa, la que daba directamente a la plaza. El sol caía recto y a plomo, apenas hacían líneas de sombra las casas de uno y otro lado de ese ensanche ovalado al que se llamaba plaza, pero que no tenía más que espacio, sin árboles ni estatuas ni jardines. Plaza de Onésimo Redondo creo que era su nombre, quizás eso era lo único perentorio y coyuntural de aquél momento, porque hoy probablemente se llamará “Plaza de España”, o quizás “Plaza de la Constitución”. Lo único que podía escucharse era algún ruido de tenedores, de telediario o de diario hablado de  radio nacional de españa, voces y sonidos sombríos y frescos que provenían del interior de las casas, y quizás también el ruido del transformador adosado a una de las esquinas del arco que comunicaba la plaza con la calle donde estaba la tienda de Encarnación, que lucía una placa blanca con el inquietante aviso de “No tocar, peligro de muerte” inscrito en el pie de una calavera. También se podía oir de fondo el rumor del río Duero. Lo demás era silencio, y la anchura que da el calor de verano al mediodía. En la casa quedaba la familia, sentada ya a la mesa de comer con apetito, Goya y tía Marita llevando a la mesa los últimos detalles, las servilletas identificadas por nudos personalizados, la jarra de latón esmerilado de color ámbar con  agua fresca, los trozos de pan de miga prieta y corteza bien cocida en la canastilla, la botella de vino claro Viginta. No me di prisa en cumplir la misión encomendada. Estaba sólo en la plaza, en el pueblo entero, todo el mundo recluido en sus casas alrededor de la mesa de comer y en la antesala de la siesta, ningún alma al sol nada más que yo, dueño del pueblo por un minuto. Crucé el arco y torcí la esquina. El viento cálido me dió en la cara. Debían ser las tres de la tarde. La tienda de Encarnación no tenía horario, porque era también su casa. Corrí la cortinilla de canutos, entré y grité “buenas”, aunque el choque de las hileras de canutos ya era suficiente para avisar de que entraba un cliente. Salió de una habitación interior una de las hijas de Encarnación terminando de masticar su bocado y limpiándose las manos en el mandil. “¿Qué quieres, majo?”, me dijo. “Un litro de aceite, un kilo de azúcar y una docena de huevos”, le contesté de corrido. La hija de Encarnación se agachó para coger el paquete de azúcar, se puso de puntillas para alcanzar la botella de aceite, y envolvió con cuidado en papel de estraza doce huevos blancos. Yo le entregué las doscientas pesetas y ella me devolvió cincuenta y siete. Sonaba ruidosamente, como un reclamo, el frigorífico que guardaba los polos de hielo. “Adiós, majo”, dijo la hija de Encarnación al sobrino de doña María Zaldaña. “Adiós”, contesté, y me volví con los tres objetos bien colocados en la cesta. Pasé de nuevo por la sombra del arco, por el ruido de calambre del transformador con peligro de muerte, y de nuevo naufragué en el pantano de sol, de silencio, de calor y de eternidad de la plaza, ahora con la casa de tía Marita al frente y su puerta entreabierta, tal y como yo la había dejado hacía tres o cinco minutos. Allí dentro estaban todos, esperando el litro de aceite para aliñar la ensalada. Todos menos yo, que estaba fuera de la realidad, en esa misión de mediodía, cruzando la eternidad y haciéndome consciente de que las familias y las personas van pasando y sucediéndose en el interior de las casas, al lado de la plaza de nadie, o quizás esto es un sentimiento vivido después, mucho después, adosado arbitrariamente al recuerdo de aquel momento. No era martes, ni domingo, era un día que seguía a otro igual y que venía seguido de otro igual, como si no lograsen mover el calendario. Esa sensación me ha acompañado siempre: los primeros días de agosto pasan sin mover el calendario, hasta que de repente alguien te dice que es día veinte, y entonces ya sí, entonces ya ha vuelto el tiempo y agosto no es una plaza quieta de San Miguel del Pino a mediodía, sino un mes de treinta y un días que está detrás de julio y antes de septiembre. No me apresuré, recorrí despacio la plaza como si estuviera rodándose una película de vaqueros y yo fuese Gary Cooper y estuviese sólo ante el peligro, también él vivió un momento eterno en medio de la plaza de otro pueblo del otro lado del mundo;  miré la fachada noble de la casa de tía Marita que alternaba las piedras con el ladrillo viejo, un pórtico con dos columnas de piedra que cubría el portón de entrada con un tejadito en el que crecían y se secaban hierbas que alguna vez por año había que limpiar subiéndose a una escalera, dos ventanas flanqueando la puerta, una la del dormitorio de los tíos, y otra la del dormitorio de las primas, cada una de ellas sobre un banco de piedra que completaba la simetría de la fachada, una fachada que tenía detrás a una familia esperando para comer en medio de un día que estaba en medio de un verano que estaba en medio de la infancia.

7 Respuestas

  1. Emocionante. Subrayaría muchas frases de este texto que lo hacen sentir como si lo estuviésemos viviendo en vivo y en directo. Y esta profunda reflexión que creo que todos hemos sentido alguna vez:

    "haciéndome consciente de que las familias y las personas van pasando y sucediéndose en el interior de las casas, al lado de la plaza de nadie, o quizás esto es un sentimiento vivido después, mucho después, adosado arbitrariamente al recuerdo de aquel momento".

    ¡Que nostalgias nos despierta!
    Saludos

  2. Miguel de Esponera

    Gracias Begoña. Es un recuerdo nítido, con algunos adornos o añadidos literarios, que efectivamente representa el cénit de mi infancia. Creo que desde que volví a la casa y entré en ella empezó a correr el tiempo hasta hoy, sin cesar. Antes de ese momento no existía el tiempo, sólo acontecimientos puestos unos junto a otros.
    Gracias.

  3. La nostalgia comienza cuando la vida pierde un poco de fuerza hacia adelante. Necesitamos recuerdos que nos asienten en nosotros mismos y nos acompañen.
    "El pasar" de caras nuevas surcando la plaza, o la imagen de cuerpos sentados en sus sillas alrededor de una mesa,provoca un sentimiento muy melancólico

    La misma plaza, las mismas casa, los mismos "recados",…
    Y otros, siempre otros.
    Un saludo, Miguel

  4. Miguel de Esponera

    Carmen, me gusta esa explicación de la nostalgia. Y también me gusta la nostalgia: nunca entendí la condena bíblica a Lot, que se convirtió en estatua de sal por mirar atrás, cuando abandonaba Nínive. Yo creo que no hay que ser gente de cuello rígido. Hay que saber volver la mirada atrás, aunque sólo sea para sentirse agraciado por todo lo que uno ha recibido: de sus padres, de su familia, de su ciudad, de los penúltimos eslabones que nos han precedido en esta cadena que estamos obligados a alargar.

    Saludos.

  5. MIGUEL, yo también lo siento así, y cada día más.
    Me abrazo a mis raíces, a los que me precedieron, a los que me quisieron tanto, y me enseñaron a honrar la vida y honrar mi nombre y apellido. Con la humildad de un caminante más, pero con el "orgullo" sano de ser quien soy

  6. La lucha por avanzar y traspasar los límites impuestos de la autoridad ciega, llena está de lágrimas de sal, con tu permiso traigo aquí este poema.

    La mujer de Lot. Wislawa Szymborska

    Dicen que miró hacia atrás por curiosidad.
    Pero yo podría haber tenido otras razones aparte de la curiosidad.
    Miré hacia atrás por pena de una fuente de plata.
    Por distracción mientras me ataba el cordón de mi sandalia.
    Para evitar seguir mirando el justo cuello
    de Lot, mi esposo.
    Por una repentina certidumbre de que si yo hubiera muerto
    él ni siquiera habría atenuado su marcha.
    Por la desobediencia de los humildes.
    Alerta a la persecución.
    Repentinamente serena, esperanzada de que Dios hubiera cambiado de parecer.
    Nuestras dos hijas ya estaban casi en la cima de la colina.
    Sentí la ancianidad dentro de mí. Lejanía.
    La futilidad de nuestro vagar. Somnolencia.
    Miré hacia atrás mientras dejaba mi atado en el suelo.
    Miré hacia atrás por miedo de dónde poner a continuación mi pie.
    En mi camino aparecieron serpientes,
    arañas, ratas de campo y buitres jóvenes.
    Entonces no había justos ni malvados -simplemente todas las criaturas vivientes
    reptaban y saltaban en medio de un pánico común.
    Miré hacia atrás por soledad.
    Por vergüenza de que estaba huyendo.
    Por un deseo de gritar, de volver.
    Justo cuando una súbita ráfaga de viento
    me deshizo el peinado y me levantó mis vestidos.
    Tuve la impresión de que lo estaban viendo todo desde las murallas de Sodoma
    y estallaban en risas sonoras de vez en cuando.
    Miré hacia atrás por rabia
    para gozar de su gran ruina
    miré hacia atrás por todas las razones que he mencionado.
    Miré hacia atrás a pesar de mí misma.
    Fue sólo una roca que se desprendió, resonando bajo los pies.
    Una repentina grieta que cortó mi camino.
    Al borde un hámster correteó parado en sus patas traseras.
    Fue entonces que miramos los dos hacia atrás.
    No, no. Yo seguí corriendo,
    repté y gateé hacia arriba,
    hasta que la oscuridad me aplastó desde el cielo,
    y con ella, grava ardiente y pájaros muertos.
    Por falta de aliento me balanceaba repetidamente.
    Si alguien me hubiera visto podría haber pensado que estaba bailando.
    No se descarta que mis ojos hayan estado abiertos.
    Podría ser que siento mi cara vuelta hacia la ciudad.

    Me ha encantado que en tu recado de la eternidad, fueras portador de esa cesta de nailon; una malla elástica: esos chismes siguen dando mucho de sí.

  7. Miguel de Esponera

    Qué maravilla de poema. Gracias, moderrunner, ¿dónde guardas tantos tesoros literarios?

    PD: es verdad: no era Lot, sino su mujer; no era Nínive, sino Sodoma.

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