"Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne". He dicho muchas veces que me parece un comienzo perfecto para una novela. Al final del capítulo II añade: "Existió una persona que podía entenderme. Pero fue, precisamente, la persona que maté". Y luego, la novela vuelve a empezar: "Todos saben que maté a María Iribarne Hunter. Pero nadie sabe cómo la conocí, qué relaciones hubo exactamente entre nosotros y cómo fui haciéndome a la idea de matarla. Trataré de relatar todo imparcialmente porque, aunque sufrí mucho por su culpa, no tengo la necia pretensión de ser perfecto".
Es Ernesto Sábato, muerto ayer con 99 años. La novela se llama "El túnel", son apenas cien páginas, y ni siquiera quienes sufran de claustrofobia en los túneles deberían dejar de leerla. O de releerla. Como me gusta tocar los libros cuando me acuerdo de ellos, lo he extraido de la estantería: destaca en blanco el título, "EL TUNEL", con mayúsculas y sin tilde, sobre la superficie negra-negrísima de la pasta. Arriba, un recuadro en el que se abre una ventana hacia una orilla de mar en la que pasea una mujer con sombrilla. Dentro, una dedicatoria de alguien que me la regaló cuando cumplí 26: "Si el amor es un laberinto de pequeños y oscuro-luminosos túneles, ya no sabría en cuál de ellos te encuentras ahora".
Borges, Cortázar, Sábato, se murieron todos. Hubo un tiempo, cuando aprendí el placer de la lectura, en que estaban todos vivos.
Uno de mayo de dos mil once. Llueve. Uno de mayo de dos mil once.
Acabo de terminar un libro y estaba buscando qué leer, esto me viene al pelo.
Cuando Borges, Cortázar, Sábato estaban vivos, los libros que yo tenía eran pocos, compartía habitación con una hermana en la casa de mi madre, así del montoncito de mi estantería la altura variaba. Yo solía apilarlos como milhojas.
El Túnel iba y venía a menudo, era uno de esos libros que dejabas cuando alguien necesita leer algo bueno, sabías que "el túnel" obraba
su efecto.