Lo mejor del miércoles de ceniza es que por fin se acaba el carnaval. El carnaval, salvo en Cádiz, es una fiesta quizás tardía, quizás prematura. Una fiesta cansada, sin energía. Una fiesta subvencionada, triste, hecha con los retales que sobraron del invierno. Retales mojados, fríos, que componen un disfraz que ni siquiera disfraza, porque más bien quiere exhibirse. O se compra, lo que ya resulta más patético.
Por fin se acaba el carnaval. Tanto disfraz absurdo y caro convertido en ceniza. Tantas cosas de nuestra vida que deberían, también, convertirse en ceniza. Cosas, deberes, inercias, costumbres, culpas, compromisos, ritos, armaduras, ropajes que disfrazan la vida y la atenazan con falsos colores imposibles para la alegría. Polvo son.
Por fin cuaresma. Polvo de carnaval, con perdón. Nada de penitencias ni de sacrificios de cuarto oscuro o confesionario: mejor la alegría de quitarse el disfraz, de hacer limpieza, de despejar la casa de tanto objeto acumulado, de recuperar espacios libres. Ya no quedan rebajas que comprar. Lo que queda, antes de que irrumpa el tiempo fuerte de la semana santa, es un paréntesis de alivio recogido, discreto, quieto. Una cuarentena. El disfraz en la hoguera, y el placer de decir no a algo de lo mucho que se ofrece a todas horas. El buen sabor de la ascética bien entendida. Menudo lujo si tuviéramos tiempo para intentar una pausa en la abundancia para, después, en primavera, volver a disfrutar de las cosas. Era sabia aquella antigua cuaresma...
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