Nací en Úbeda, el domingo 11 de enero de 1959, en torno a las tres de la tarde. Es una de tantas cosas de las que estoy seguro no por haberlas presenciado, sino por fiarme de quien me las dijo. En realidad todo el primer tramo de mi vida lo viví confiado. En los recuerdos más remotos (aunque más que recuerdos son algo así como la sensación que deja un sueño olvidado) atisbo un sentimiento de “hogar”, es decir, de referencias tangibles y seguridades implícitas. Supongo que esa es la principal función de una familia, la de propiciar al recién llegado una infancia despreocupada y secuenciar su exposición a la intemperie. Esa suerte yo la tuve sobrada. Mi padre se llamaba Juan, mi madre se llama Rosa, y mis hermanos mayores, Juan y Curro. Ellos son mi primera patria, el primero de mis círculos concéntricos.
El segundo círculo era aquel bendito barrio de Úbeda, la Colonia del Carmen, situada entonces en las afueras de la ciudad, cerca de la estación y del antiguo campo de fútbol. La Colonia del Carmen era una manzana de casas con un enorme patio interior, rodeada de eras y baldíos que ahora están aplastados por bloques de viviendas. Junto a las adyacentes calle de San José y Colonia de San Rafael, ofrecía un vasto y variado territorio para el amplio menú de juegos de una cincuentena de niños: en verano eran las olimpiadas, el tenis (una cuerda tensada entre dos troncos de acacias), las chapas y las bicicletas; en invierno el rongo, el voleibol (en los tendederos de ropa), “pía” y las canicas; y durante todo el año, por supuesto, el fútbol, que determinaba de manera inapelable las jerarquías. En aquel territorio conocí los juegos, la lluvia vista desde la ventana, la pelea, el aburrimiento, los amigos, la hierba, las hormigas y los atardeceres de otoño, invierno, primavera y verano.
Cerca de la Colonia del Carmen estaban las Escuelas Profesionales de la Sagrada Familia (SAFA). Mi padre era en aquel tiempo maestro de SAFA, y mis dos hermanos y yo cursamos allí la Primaria. Fue otro golpe de suerte que el jesuita P. Villoslada hubiese elegido Úbeda para comenzar su proyecto épico de educación popular en Andalucía. Los recuerdos de los días de colegio son radiantes, azules (quizás por el color del babi de párvulos), y espaciosos (por la generosidad de los espacios para recreo), con olor a lápices, gomas y cuadernos, y con un fondo de escuela nacional-católica que no me hizo daño porque estuvo llena de honestidad, y porque la instrucción fue exigente. Recuerdo el nombre de mis maestros y muchas cosas que recibí de cada uno de ellos: doña Amparo, doña Asunción, don Francisco, don Miguel, don José Luis.
A los once años se acabó la primaria y llegó el Instituto “San Juan de la Cruz”. Otro golpe de suerte. Allí fueron destinados un buen puñado de jóvenes profesores con ímpetu que nos dieron un bachillerato de calidad. Es posible que sea por eso por lo que yo creo que el bachillerato es la más valiosa herencia que recibe un ciudadano. Entré en el “San Juan de la Cruz” cuando el franquismo aún se sentía vigoroso, y cuando salí de allí no había pasado un año desde que se murió Franco. Supongo que ese ambiente social de cambio imprimió carácter a la gente de mi generación: al menos, el ansia de superación, la radical impresión de que las cosas pueden ir a mejor si hay acierto y esfuerzo.
Mi adolescencia fue idealista y algo épica. En eso influyó la religión. La familia y la escuela me envolvieron en un relato religioso que, en la adolescencia, se prolongó en un grupo parroquial (San Pablo) en el que se confundían a la maravilla las ganas de ser mejor, el sentido del deber, y los enamoramientos, porque allí fue donde se fraguó una “pandilla” de paseos, excursiones, fiestas y escarceos. Me atrajo pronto la idea de un cristianismo comprometido y no beato, y esa veta se incrustó de manera relevante en mi personalidad, aunque tuviera que ser a costa de ir sorteando formas de religiosidad que no me atraían y que incluso, en algún momento, me trajeron algo de pesadumbre, pero esto es complicado de expresar en pocas palabras. El caso es que fui decantando experiencias y en ese proceso encontré piedras preciosas que aún tengo guardadas en los baúles de mi personalidad. Decididamente, la tradición cristiana es otra de mis patrias.
Me costó decidirme por los estudios de Derecho. Elegí ciencias en el bachillerato superior, porque me gustaban las matemáticas, pero a tiempo me dí cuenta de que encontraba más facilidad y más sentido en las letras: la historia, la filosofía, el arte, la literatura. Dudé entre varias carreras, y finalmente, siguiendo algunos buenos consejos, escribí la palabra “Derecho” en el apartado correspondiente de la inscripción para la matrícula en la Universidad. Y con 17 años largos me fui a estudiar a Granada. Todavía pienso que la decisión tuvo algo de azaroso, y ha habido momentos en mi vida en los que he procurado “volver a COU”, es decir, recuperar aquello que va quedándose atrás cuando ya te has decidido por una carrera y por una profesión. Sí, creo que siempre ha habido una cierta vocación a la dispersión en mi vida, aunque eso no fue obstáculo para entregarme al estudio de la carrera que había elegido.
En los años universitarios, que fueron los de la transición (1976-81) procuré que me pasaran muchas cosas. Algunas no dependieron de mí, como por ejemplo la muerte de mi padre. Otras sí las favorecí: la amistad, por ejemplo, porque pronto me di cuenta de que los amigos son, seguramente, el patrimonio más importante de una persona. La vida universitaria debe ser porosa, uno debe estar dispuesto a cambiar de acera, a abrir los ojos, a impregnarse de tantas cosas que en esa época están a tu disposición.
Poco antes de terminar el último curso, mi profesor de Derecho Civil me propuso que pidiera una plaza de profesor en la Universidad. Mi primera reacción no fue exactamente de alegría, porque no tenía claro si eso era lo que yo quería. Más bien dudaba entre ser abogado o hacer oposiciones de judicatura, y en esas dudas estuve todo aquel verano, hasta que comprendí que seguir en la Universidad podía ser una buena opción, que encerrarme en una oposición podría suponer un apagón en un momento en que me sentía con los ojos abiertos como platos, y que la abogacía no era exactamente la manera más directa de lucha por la justicia. Así que pasé de ser licenciado a ser doctorando y profesor de prácticas.
La Universidad tiene algunas miserias, pero es un entorno humano y profesional de lujo en el que pude vivir mucho tiempo a mi manera. Estudié mucho para publicar trabajos dignos y me tomé radicalmente en serio la docencia, y durante mucho tiempo mi vida personal y mi vida profesional se respetaron armónicamente. Era una época de expansión en la Universidad, y la promoción profesional no obligaba a darse codazos con los compañeros, sino a colaborar con ellos. Me doctoré, gané las oposiciones de Profesor Titular, viajé a otras Universidades (sobre todo París, pero también Bolonia, Lovaina, incluso Roma, Bari y Bahía Blanca -Argentina-), y procuré no quedarme encerrado en el pequeño corral de mi disciplina, implicándome en iniciativas que iban más allá de la pericia técnica. Me sentí bien tratado en aquel mundo universitario que me permitió ser profesor a mi manera, hasta que el azar me trajo, en torno a los cuarenta años, la oferta de un cambio de rumbo que yo no había buscado: una plaza como magistrado de la Sala Civil y Penal del Tribunal Superior de Justicia por el turno de juristas de prestigio, es decir, sin oposición.
La época universitaria fue también la de la formación de mi propia familia. Conocí a Pilar, casi diez años menor que yo, y tras un noviazgo que fue poco a poco enlazando lo mejor de cada uno, nos casamos a fondo perdido y sin guardar la ropa un caluroso sábado 5 de agosto de 1995, también en Úbeda. De ahí, sin prisas pero de pronto, nacieron mis tres hijos: Juan, María y Pilar. Ellos me convirtieron en un padre, y cuando lo fui me di cuenta de que lo de ser padre es verdaderamente una vocación, porque la entrega que exige no duele ni admite cálculos ni dosificación de esfuerzos.
Los cuarenta años, sí, fueron tiempo de mudanzas importantes. La paternidad, el cambio de profesión, una vivienda, y la determinación para escribir. Lo que permanecía era Granada, una ciudad llena de amigos que se ha dejado usar, transitar y disfrutar sin exigirme demasiados tributos, ni siquiera la renuncia a mi filiación ubetense: sigo siendo un tipo de Úbeda que vive accidentalmente, quizás para siempre, en Granada.
La afición por escribir se volcó en público en artículos de opinión en periódicos, y en secreto en un diario y en varias novelas. Me gusta llamarlas por su nombre, porque son cuatro épocas de mi vida: “Recuerda que yo no existo”, “Cuando siempre era verano”, “Casa Luna” y "Aunque todo se acabe".
Y así, entre asuntos familiares, ratos de escritura, amigos, un cierto compromiso con ideas políticas reacias a las simplificaciones sesgadas de los bandos y no alejadas de la preocupación cristiana por los últimos y los penúltimos, pequeños placeres cotidianos y el esfuerzo de una profesión en la que no es indiferente hacer las cosas mejor o peor, alcancé la edad en que murió mi padre, con la lúcida sensación de ser una persona afortunada. Y compruebo que la vida sigue dando vueltas, algunas de ellas inesperadas. Esas que te cambian el autorretrato cuando ya creías que estaba hecho, y que te obligan a comprender que la vida es una riada que no siempre cabe en los cauces y embalses que habías preparado. Todo se acabará algún día, el mar espera ahí abajo, pero lo prodigioso es que está ocurriendo.
En esta página web dejo rastros discontinuos de lo que he ido siendo: un blog que es como un diario con las ventanas abiertas (“Es peligroso asomarse”), y las secciones de literatura, ciudadanía y Derecho. Hay algo inequívoco debajo de todo esto: la necesidad de comunicarme.
Granada, 10 diciembre 2016
Actualizado a 10 octubre 2021
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