[Artículo publicado en la revista CTXT el 06/04/2016, puedes leerlo en su formato original aquí.]
Lo más probable es que usted acabe de enterarse hace unos días de que existe un despacho de abogados llamado "Mossack Fonseca" que ofrece servicios de creación de sociedades "offshore" en Panamá, a modo de nichos o guaridas donde puede ingresarse, guardarse y esconderse dinero procedente de cualquier actividad lícita o ilícita, en cualquier parte del mundo, a buen resguardo de las obligaciones fiscales de su titular en su país de origen y del conocimiento de acreedores, de cónyuges y familiares, de Hacienda y de jueces. No lo sabía, porque es una información que no le habría servido para nada: a usted le basta con recordar a duras penas cómo se llama la chica de la oficina bancaria a la que de vez en cuando va a recoger la tarjeta renovada o a preguntar por un recibo extraño, que es para lo que normalmente va al Banco.
Pero hay otra gente que sí conocía ese despacho. Gente de otro nivel, oiga. Gente de dinero y fortuna a la que no le parece justo que Hacienda le “expropie” sus ahorros con una tasa intolerable, y acude a asesores de cabecera que saben aconsejarle. Algún día esos asesores le han dado respuestas a su pregunta sobre cómo guardar ese dinero por si acaso y ponerlo a cubierto de la vulgaridad del tráfico normal, de los impuestos y del artículo 1911 del Código civil (“Del cumplimiento de sus obligaciones responde el deudor con todos sus bienes presentes y futuros”). Gente preocupada por reservarse para sí y para su familia, fuera del sistema, un fondo de contingencias por si hace falta en el futuro, por si hay una crisis sistémica más dura de lo previsible, por si hay que abandonar el país y comenzar de nuevo en otro sitio. Gente que ha aprendido que en la vida hay que tener un margen de seguridad. Gente para la que el “por si acaso” es una buena razón para abrir un tablero de juego paralelo y diferente al del común de los ciudadanos, por más que tenga claro que ese tablero de juego general es imprescindible para que las cosas funcionen. Gente que se sabe distinta, porque tiene mucho más dinero que usted y yo, y que por ello tienen “derecho” a un trato especial que se procuran a sí mismos, porque las normas generales, esas que aprueban los Parlamentos, están pensando en el ciudadano vulgar, y ellos no lo son. Esos sí acaban sabiendo un día que existe el despacho Mossack Fonseca, como contactar con él y cuánto cobra por sus servicios.
Es verdad, en algunos casos puede tratarse de proteger una herencia recibida o un capital acumulado con el acierto en los negocios y en las inversiones, y el interés que les guía será el de eludir el pago de impuestos o posibles responsabilidades y embargos de acreedores presentes o futuros; pero sería ingenuo tener dudas de que por ese despacho más bien pasa gente que lo que busca es proteger un dinero procedente de robos, de transacciones delictivas, de negocios inmorales, de pelotazos no sólo inmobiliarios, de cohechos, de extorsiones mafiosas, de narcotráfico, de facturas millonarias en B.
¿Se imaginan cuántas horas de trabajo de tanto abogado, tanto asesor, tanto empleado, tanto intermediario, tanta energía dedicada a tejer y proteger una red de captación de clientes en todo el mundo, desde Hong-Kong hasta cualquier oficina de Madrid o de Buenos Aires? ¿Se imaginan las entrevistas, los modelos, los formularios, las garantías, los trámites, los contratos simulados, los domicilios ficticios, la elección de testaferros, la concreción de la fecha para la orden de transferencia? ¿Se imaginan los maletines, los movimientos bancarios, los viajes, los correos electrónicos, los programas informáticos específicos, las llamadas telefónicas al bajar del avión, el sistema de asignación de claves y contraseñas, las anotaciones de agenda, las firmas plasmadas en documentos después de una charla complaciente en la que alguien le dice al cliente que es una operación segura y adecuada para su situación patrimonial, y contrastada por ser la fórmula preferida por miles de clientes de su mismo nivel? Y, ¿pueden imaginarse también el daño, la sangre, la pobreza, el deterioro de las condiciones de vida de tantas familias cuya dignidad depende de prestaciones sociales, la suciedad en la contratación pública, la ruina de acreedores defraudados, los disparos con armas prohibidas y las muertes por drogadicción que, como subproducto, hay debajo de esas operaciones de papel satinado con membrete elegante?
Cómo me alegro cada vez que la audacia de algunos permite entrar en las confortables cuevas de ladrones y reconstruir alguno de los laberintos financieros con los que "la casta" (porque eso sí que es una casta, con todas sus letras) se pone a salvo de las reglas de juego. Qué enorme satisfacción me da pensar en el insomnio de los fundadores de ese despacho de Panamá, la zozobra inmensa de aquellos cuyos nombres ya han sido publicados y de aquellos que temen la cárcel o su ruina por la multa que, quizás, si hacemos las cosas bien, se verán obligados a pagar. Qué inmensa alegría me produce imaginar la preocupación de esos otros que habían optado por otro despacho y otro "paraíso", cuando esta semana han comprobado que hay resquicios de inseguridad en su búnker pestilente y que quizás hoy mismo otros audaces piratas, periodistas, empleados infieles o agentes tributarios están ya persiguiendo su rastro y pisándoles los talones.
Sí, lo confieso: la publicación de los "papeles de Panamá" ha sido para mí la mejor noticia de este año. Los llamados "paraísos fiscales" no podrán quizás suprimirse por falta de voluntad política, por insuficiencia de medios o por necesidades técnicas de este sistema pseudocapitalista infame que necesita márgenes de ilegalidad como tubos de escape para liberar su toxicidad y socializar difusamente el daño; pero estos "fallos del sistema", estas puñaladas de luz que rasgan ocasionalmente la normalidad oscura de los circuitos en los que esa casta infame se esconde, deben ser celebrados por todo lo alto, porque son una pequeña victoria inesperada.
Brindo por cada palmo de "paraíso fiscal" que se convierta en un infierno para sus usuarios, por cada socio de los Mossack Fonseca que en el mundo haya que vea devastado su chiringuito y asediado por linternas, rotativos y registros policiales. Ojalá cundiera el pánico, ojalá los ricos tramposos se sintieran perseguidos por el miedo a quedar descubiertos un día y a depender de los servicios sociales que ellos mismos están contribuyendo a deteriorar. Es importante que no nos quedemos la anécdota de ocho nombres célebres ni en la dimisión de un sorprendido primer ministro islandés. El brindis debe ser más ambicioso y derramarse sobre las cámaras de corrupción, sobre las fosas ocultas del delito global, sobre la indecencia de los ricos que no soportan serlo un poco menos, sobre todos aquellos que estos días, por fortuna, están pasando un mal día porque se sienten menos seguros.
“No sea hipócrita, usted haría lo mismo si tuviera una gran fortuna, y, a su escala, ya lo hace con sus pequeñas defraudaciones”. Es posible que en alguna conversación alguien le haya dicho eso. Pero es importante que no caiga en la trampa. Indígnese más aún si alguien le dice eso. Hay ricos decentes que pagan sus impuestos y aceptan el pacto social, conforme al cual la condición intrínseca de la propia prosperidad es la garantía de la dignidad de todos. Pero más aún: los ciudadanos vulgares tenemos derecho a alegrarnos de la desdicha de quienes jugaron a escondidas la carta de la indecencia.
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