[Artículo publicado en la revista CTXT el 25/04/2016, puedes leerlo en su formato original aquí.]
Pedro Sánchez sabe que no va a gobernar, pero podría llevar a su partido a protagonizar un Gobierno con posibilidades de alcanzar un mínimo común denominador programático y una gestión eficiente de lo cotidiano
No es la pereza lo que me hace preferir alguna fórmula inusual de acuerdo de última hora para esta Legislatura a una repetición electoral. Es la convicción de que los diputados elegidos por unas elecciones generales con participación alta y alta intensidad de debate tienen la obligación democrática de conseguir un arranque de legislatura con un gobierno simplemente "posible" y compatible con la voluntad expresada en las urnas. Para cada grupo es una facultad apoyar una u otra fórmula; para el conjunto de los diputados, es una obligación, un mandato electoral que debe cumplirse con toda la diligencia exigible: los electores no sólo mandatan para que defiendan un programa, también lo hacen para que "hagan juego" en el marco institucional.
El 20-D reflejó, desde luego, una voluntad popular transversal y dispersa, acorde con una oferta de cuatro partidos con discurso electoral solvente y con capacidad de convicción suficiente. El resultado ha sido no sólo el aniquilamiento de la mayoría absoluta del Partido Popular, sino algo muy importante: que ninguno de los que a priori eran percibidos como posibles candidatos a la presidencia del Gobierno suscita más filias que fobias (ya sea por su propia personalidad, o por la fuerza a la que representan, o por las decisiones y comportamientos posteriores al 20-D). El único presidente posible de los cuatro más votados era Pedro Sánchez, situado cerca del centro del arco parlamentario y capaz, teóricamente, de entenderse con su flanco izquierdo y con su flanco derecho desequilibrando la balanza y conformando una mayoría suficiente; pero no ha querido, o no ha podido, o no ha sabido hacerlo. Podemos, con unas formas u otras, le ofreció una fórmula de coalición que habría recibido más votos favorables que contrarios, pero no fue aceptada; y, por el otro lado, Rajoy también ha sugerido, desde luego muy a la gallega, algún acuerdo de gobierno con el PSOE que habría sido apoyado por C's, y que ha sido igualmente rechazado por virtud de un acuerdo del Comité Federal del PSOE que condenaba a Sánchez a agitarse en las arenas movedizas del "cómodo" pero estéril y onanístico acuerdo con C's, incapaz de fecundar ninguna investidura viable. Tengo la impresión de que a estas alturas han comprendido que fue un error.
El mismo 21-D Errejón, y la pasada semana Rivera, han sugerido en voz alta la probabilidad de un gobierno de independientes, o de personalidades con perfil político pero no excesivamente relacionados con el aparato de ninguno de los partidos. Seguramente Errejón estaba pensando en un perfil, y Rivera en otro. Quizás uno pensaba en una suerte de Gabilondo (Ángel), y otro en una especie de Monti que fuera del agrado de Guindos, Garicano y Sevilla. La fórmula es arriesgada, y el perfil difícil de dibujar: pero creo que una vez que se ha constatado la imposibilidad de acuerdos "naturales" a ras de suelo entre grupos parlamentarios afines, sería exigible que antes de sellar el fracaso intentaran en serio un acuerdo "por elevación".
"Por elevación" no significa que guste a todos. Significa que no suscite un rechazo insalvable a alguna de las combinaciones parlamentarias posibles y, al mismo tiempo, que pueda gobernar, al menos durante un tiempo, sin llevar un libro de contabilidad minucioso sobre las medidas acordes con el programa de un partido y con el de otro.
Lo cierto es que también para esta fórmula es el PSOE quien tiene la llave. Nunca 90 escaños han sido tan decisivos: nada puede hacerse sin ellos, y con ellos pueden hacerse muchas cosas. Por más que su discurso desde el 20-D apenas ha pasado de un despeje de balón y de un quitarse de las manos la patata caliente, es el PSOE quien tiene que decidir y es el único que puede evitar que vayamos a unas nuevas elecciones. Bien haría en jugar sus cartas con más acierto, en vez de preocuparse tanto por endosar a los demás las culpas de un bloqueo. Si su comprensible negativa a apoyar cualquier fórmula que lo ponga en el mismo lado que el PP es inamovible, el PSOE todavía podría hacer un movimiento que sería perfectamente comprendido por su militancia y por buena parte de quienes, desde 2011, dejaron de votarle: desatarse de su pacto con Ciudadanos, girar hacia sí mismo, y proponer a una personalidad de la órbita socialista que pidiese el apoyo externo a Podemos y al PNV, y por qué no, también el apoyo de Ciudadanos sin régimen preferencial. Un presidente capaz de nombrar ministros de diversas sensibilidades del centro izquierda, capaz de asumir el eventual fracaso de un reiterado bloqueo parlamentario que determinaría, entonces sí, no tanto una "repetición electoral", sino unas "nuevas elecciones".
Sánchez sabe que no va a gobernar, pero podría llevar a su partido a protagonizar un Gobierno con posibilidades de llevar adelante un mínimo común denominador programático y una gestión eficiente de lo cotidiano, apenas condicionado por la gran contienda electoral que previsiblemente se entablaría en dos o tres años.
El PSOE no está obligado a ese movimiento. Pero si no lo hace, sí deberá explicar qué otra cosa mejor espera conseguir con unas nuevas elecciones. Sobre todo, debería tener la amabilidad de explicar a los españoles si, después del 26-J, estaría dispuesto a pactar con el PP, si lo estaría a pactar con Podemos, o si volvería a enrocarse con Ciudadanos forzando una inimaginable tercera convocatoria electoral. Pero ha de saber que, si tras el 26-J opta por lo que ahora mismo podría hacer, los españoles podrán con toda razón reprocharle: "¿Tanto lío para esto?
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