Hay al menos una segunda vida de los muertos que resiste a la severa línea regular del tiempo. Los muertos sobreviven, por un lado, en el desorden de la memoria de los otros, y por otro en la diacronía del acto comunicativo (que suspende y neutraliza el tiempo transcurrido entre emisión y recepción). Alguien escribe una carta, la introduce en un sobre, la envía por correo postal, y muere al volver a casa. Cuando el destinatario abre la carta y la lee, ¿está leyendo la carta escrita por un muerto? ¿Está recordándolo? No, porque igual que quien la escrbió tenía delante al destinatario, el que lee está recibiendo noticias de un vivo. La carta se puso al abrigo del tiempo y transporta a alguien vivo. Los muertos tienen un eco de vida: ellos hablaron, escribieron, intentaron, propusieron, y muchos de los sobres en que habrían de viajar sus palabras siguen aún cerrados, y por tanto vivos, en espera de consumarse cuando otro de sus destinatarios (no necesariamente escrito en el haz del sobre) lo reciba.
Hoy es 29 de enero. Una fecha más del calendario. Si añadimos “de 2017”, muchos sabemos ya que hace un año que murió José Luis Serrano. No hay una palabra bonita que designe el día del año en que te has muerto. La palabra “aniversario” es exagerada y lejana, proclive a acompañarse de números romanos y actos “conmemorativos”, que por lo general espantan la memoria. Los cumpleaños, en cambio, se escriben con números arábigos. Hay ahí un tajo, una zanja que separa las dos vidas, la de estar aquí y la del recuerdo, la de los cumpleaños y la de los aniversarios. Hay, también dos orillas, pero la de allá es incierta, porque desde acá nadie la vio ni la oyó y no sabemos si logra atravesarse el río, o si el río fuerte los arrastra al mar del volver a empezar.
Hoy es 29 de enero de 2017, pero frente a la rigidez del calendario, que todo lo quiere medir según un antes y un después, está la protesta de la memoria, desobediente y caprichosa, capaz de resucitar a los muertos. Si yo me asusto al ver un tigre, es porque alguna remota vez un tigre atacó a un antepasado mío: cuando siento el miedo, estoy leyendo la carta que él dejó escrita para toda su estirpe. La memoria coge el lápiz rojo de corregir, introduce paréntesis en los paréntesis en los disciplinados renglones del tiempo, y junta momentos distantes
José Luis. Su tez cetrina, sus manos largas, su andar irregular, como de lado, su letra de hormigas con rabos alargados, su mirada cortaziana. En cuanto le doy ocasión para que intervenga, la memoria hace de correo y me trae un álbum desordenado de imágenes de tres décadas: una fiesta de cumpleaños en la calle Santa Inés Alta, un viaje a Córdoba, una partida de póquer, la presentación de un libro en El Pícaro [tengo delante la tarjeta de invitación, que decía: “al cante, Sixto Sánchez Lorenzo; al toque, Juan Luis Tapia y Miguel Pasquau; a las palmas, Nicolás Palma; al agua tónica, José Manuel García Marín y Andrés Sopeña; y el niño que va y viene, Lucas S. Mariscal”] , un habano en Café de Flore, unas bengalas al Cristo de los Gitanos en la Carrera del Darro, un Seat-Fura con olor a Ducados, una tarde en la comisaría por habernos entrado la risa cuando nos regañaba el guarda de la Alhambra, más risas en Casa Salvador, un tío-vivo de caballitos de feria, un seminario en la Facultad, un plato de pasta al pesto en una terraza, una mancha en la camiseta negra. Son imágenes salpicadas, caprichosas. Todas tienen algo en común: son irremisiblemente anteriores al 29 de enero de 2016, pero no lo saben. Pero yo las estoy “viendo” hoy. Él no lo sabe, pero esto es una cita.
Quizás no sea tan importante que él no lo sepa. El calendario se lo ha llevado al mar de la desintegración, pero la memoria (que es real y física, que está hecha de materia, y no sólo de ondas y bytes) acarrea cosas suyas en forma de partículas que no son menos reales que las cenizas que se aventaron cerca de Archidona. Por eso la muerte, pese a su empeño, no destruye todo lo que se ha vivido: simplemente lo aquieta, convierte una vida en un rastro físico y emocional llamado a formar parte de la memoria de los otros. Lo único que ocurre es que ya no habrá más palabras que las que fueron dichas, ni más imágenes que las que tenían fecha anterior al 29 de enero de 2016. Nada que la memoria diacrónica no pueda salvar del tiempo.
Caoramas, novelas, contribuciones científicas, horas de clase, discusiones sobre política, algún último discurso memorable. Vivió queriendo decir, queriendo convencer, queriendo conmover. Lo dicho, dicho queda. Escapó de él, y puede escaparse del río que lleva al mar. Son cartas de José Luis Serrano. Puedo abrir un libro cualquiera (por ejemplo, o por querencia, “Brooklyn Babilonia”), y al azar, en la página 58, encontrarme una frase:
“Sabía que pronto aterrizaría en Madrid con aire de derrota no tanto por el peso de las nostalgias de la vejez próxima, ni por el calor suave de la juventud perdida, sino por una inútil obstinación en retener momentos de apariencia feliz que, por ser aparentes, por ser felices y, sobre todo, por ser momentos, eran irrecuperables para siempre”.
¿Lo ven? Maldito azar. Juro que cuando he abierto el libro ha sido ahora, que esa frase no la he buscado y que ni siquiera estaba subrayada. Es como si José Luis ahora me estuviese llevando la contraria. Irrecuperables, dice. ¿En qué día de qué año, dónde, a qué hora escribió José Luis eso de “por ser aparentes, por ser felices y, sobre todo, por ser momentos, eran irrecuperables para siempre”? ¿Qué había comido un rato antes, qué zapatos calzaba, cuántos cigarrillos quedarían en el paquete, qué tenía apuntado en la agenda para el día siguiente, qué fue lo último que había leído antes de escribir la palabra “irrecuperables”? ¿Cómo iba a saber él, entonces, que un año después de su muerte yo iba a recuperar aquel momento? Él no lo sabe, pero yo estoy recibiendo ese momento.
Es 29 de enero de 2017, me dice el ángel malo. Todo ha merecido la pena, me dice el ángel bueno. “Esta noche puedo llorar como un hombre, puedo sentir que por mis mejillas las lágrimas resbalan, porque sé que en la tierra no hay una sola cosa que sea mortal y que no proyecte su sombra”, me dice Borges, otro que, dicen, está muerto. Hace sol, es invierno, y me da por pensar que lo bueno de la muerte es que sólo pasa una vez.
Sencillamente mágico, es cierto que esos recuerdos arrastan más que imágenes traen sensaciones, oleres, sentimientos y están vivos aunque nuestro querido Serrano nos diga lo contrario. Un beso Miguel
Releyendote Miguel… pasa el tiempo pero sigue presente, para ti, para mi, para muchos … lo echo de menos
Y sin embargo, al leer tus palabras, parecen no ser tuyas y que tu pluma no la mueves tú al escribir este texto. Has puesto los labios a las palabras de otro, o quizá los labios de otro han pronunciado tus palabras.
Magnífico texto.
Te entiendo tal vez mejor que muchos cuando nos asomamos a ese extraño país o región donde habitan nuestros muertos. Tengo que cuidarte, Miguel, porque sé que tú escribirás mi obituario. Ernesto
“Tengo que cuidarte, Miguel, porque sé que tú escribirás mi obituario. Ernesto”.
No sé, Ernesto, quién escribirá nuestro obituario pero, mientras tanto, tú ya has escrito una de las frases del año.
Así es. Una frase como un puñal limpio y frío, envuelto en terciopelo.
Cuando yo me muera
no lloréis por mí,
qu’en la sepultura estará el remedio
pa’ este sinvivir.
Desde el mismo punto y hora
que se empieza a germinar,
t’os somos reos de muerte
con la sentencia dictá..
(Popular, soleares)