Y ahora, julio. Otra cadencia distinta: el Tour, los sanfermines, Wimbledon, el día del Carmen y el de Santiago, un lento languidecimiento que pugna por despegarse de toda urgencia, y la desembocadura en ese estanque del tiempo que se llama agosto, en el que todo termina, como un sumidero reservado para volver una y otra vez a las más hondas profundidades del verano, es decir, de la existencia, antes de que septiembre se empeñe en demostrar que la verdadera dictadura es la de la circularidad del tiempo de los vivos.
Julio son mañanas de trabajo con ida y vuelta en moto cruzando las sombras de los árboles, y tardes en las que intentas mimetizarte con las vacaciones de quienes ya las disfrutan. Son comidas con más tomate que proteínas, son las siestas con fondo de Pedro Delgado (desde hace demasiados años al micrófono, y no al manillar: qué tiempos aquellos, los de Perico, que ahora es para los jóvenes lo que para mí entonces era Bahamontes), son los restos de noticias colgantes de todo el año en los periódicos, la ausencia total de fútbol, las tardes más libres que luego se complican con un fontanero en casa o con una mala estrategia para ordenar el despacho o la biblioteca (el suelo lleno de libros que no sabes dónde colocar, de multas y renovaciones del seguro, de cables que no sabes si funcionan, de carpetas que contienen dentro de su impecable apariencia externa un inmenso caos de papeles sueltos de todo el curso, de clips, de recortes de prensa que hacia enero tenías previsto clasificar). Son los atardeceres de color cerveza, y las noches de ventanas abiertas y música tenue de Silvio Rodríguez, por ejemplo, que te succionan como un embudo hacia estados del alma incompatibles con irte a la cama a dormir, porque están pobladas de trenes que pasan a los que te gustaría subir.
En julio ya hay operaciones salida que son de otros, hay playas pobladas por otros, un calor entero y rotundo de mediodía para todos, sin ese punto asombrado de junio y sin cerezas. Hay en los hijos una pereza matutina y un trasiego vespertino que se retroalimentan, y en los padres un inútil empeño de sujetarlos a un mínimo horario salpicado con actividades de provecho (¡aquellas clases de mecanografía de nuestra adolescencia!). Y en la sierra apenas resisten los últimos neveros blancos.
Ahora julio. A cada mes, lo suyo. No lo desprecien: es un mes hábil para tomar la Bastilla, para comenzar una guerra civil, y para llegar a la Luna.
Este mes de Julio sólo quiero acordarme de Manolete en su centenario, de Córdoba, del barrio de Santa Marina donde nació y del portentoso invento que consiste en dominar a un animal violento mediante el despliegue técnico de un trapo, en manera tal, que mucha gente ha sido muy feliz con ese hallazgo. Si juntas una manoletina, una greguería (“Madrid es meterse las manos en los bolsillos mejor que nadie en el mundo”) , un cante por bulerías , un salmorejo a cuarenta grados bajo cero, un poema de Lorca y el beso de una mujer cabal, no lo dudes: no perteneces a la era de Donald Trump ni te gusta la posverdad.
Seguro que julio es hábil para ello y seguramente será el mes del último año en que se disfrute de la tauromaquia, ese arte que procede de las antiguas civilizaciones como la minoica, quien sabe si incluso del paleolítico, pero que pienso que en la llamada civilización occidental o global ya está de más, podría subsistir algunos años o incluso siglos si no fuese porque no se trata solo de manejo del trapo sino de momentos más dolorosos (que se lo pregunten a los bóvidos) como las banderillas o la pica (por no hablar de la estocada).
El dia que se torea , la barba crece más rapido, decía el maestro Juan Belmonte.
Qué sensibilidad la suya. En el ruedo está la Ley del Referendum de Cataluña y no hay espadas concluyentes para cortarle las orejas a ese toro mansurrón, descastado, innoble, afeitado, buscavidas, sólo hay toreros de salón que dicen que hay que dialogar cuando cualquier banderillero de la cuadrilla sabe que tienes que cuadrarte delante, dominarlo y meterle el acero hasta el corbejón.
La sensibilidad animalista y un pezón en las Cortes Generales frente al capitalismo borde, frente a las pateras hundidas en el Mediterráneo, frente a un nacionalista experto en estafarte arropado en la bandera, frente a una supuesta norma jurídica ofensiva para el primer curso de Derecho, me parece un retroceso de 50 años, perdón, de 60 años.
Valgan estas metáforas para decir que respeto al toro de lidia, que desaparecería si desaparecen las corridas, que su teórico sufrimiento y el de millones de animales sacrificados a diario no puede llegar al Tribunal Supremo , y que hace 80 años la gente empeñaba la lavadora y el teléfono móvil para poder ir a ver a Juan Belmonte a la Maestranza de Sevilla. Al exégeta que me califique correctamente esta sensibilidad social le regalo un vale del Corte Ingles y una estancia de una semana en Londonderry, incluida cena elaborada con mantequilla, no aceite d eoliva.