Atribuyen los incautos la causa de los truenos de las tormentas de septiembre a las ondas de choque que se producen por la expansión y contracción instantáneas del aire al calentarse y enfriarse por un rayo. Pero esa explicación no entra en el fondo de las cosas. Si lo pensamos un poco mejor, nos damos cuenta de que se trata del sonido del rozamiento del verano con el otoño.
Los truenos son la protesta del verano que aún no quiere irse. Llegan unas nubes de color gris y de evolución diurna como dando un aviso de que ya le toca al otoño, y el viejo verano se molesta y brama. Por eso la nube cae vencida no en una lluvia amable, o triste, o suave, sino en goterones de enojo que producen un desorden de paraguas rotos y pantalones cortos. Es una lluvia enfadada. Una lluvia que le roba el frío a la nube, lo condensa y lo convierte en agua cálida llena de restos del verano que cae con cierta rabia, porque el verano está protestando. Restos del verano, sí: esos truenos traen dentro todo lo que hemos dejado a medias cuando el calendario va acumulando hojarasca sobre aquel agosto del que ya da pereza hablar al reencontrar a un amigo.
Los truenos rotundos como un cañonazo, pero también los de eco alargado que parecen estar discutiendo entre las nubes, son la descarga de una lucha. Al principio el verano resiste: truena, protesta, aparta de un manotazo a las nubes y en cinco minutos se expande en la ciudad un calor asfixiante, un sol embravecido y orgulloso que proclama que todavía está aquí. Algún día, sin embargo, la cosa va más en serio, y la ciudad se ve sorprendida por ráfagas de aire fresco que parecen venir de aquellas tardes de la adolescencia, de repente muy cortas y oscuras, en las que, al volver de la librería donde comprábamos los libros de texto al comienzo del curso en el instituto, echábamos de menos por primera vez un jersey. Entonces ya deja de haber truenos. Entonces ya llueve normalmente, porque el otoño ha vencido al renuente verano, una vez que ha rematado a ese agónico "veranillo de San Miguel", que en Úbeda rodeaba a la bendita Feria, y en Granada se mezcla con la lúgubre procesión de la Virgen de las Angustias, esa especie de romería otoñal que cierra del todo el ciclo que abrieron en primavera las fulgurantes procesiones de semana santa.
¡Magnífico Miguel! Con olor y miradas de aquel San Miguel del Pino que idéntico ya no exite. De la Úbeda bajo los soportales de San Pablo hasta que escampe…