"Luna, una luna de leche densa, pero también de áridas piedras inertes con polvo seco de cal y ceniza en blanco grisáceo y gris negruzco, un color como de sueño televisado. No estaba donde siempre, en el cielo, estaba ahí debajo, increíblemente ahí, bastaba un salto para tocarla, un punto de decisión que no acababa de desatarse ni en sueños por culpa de un miedo atávico, heredado de toda una humanidad que hasta hacía muy pocos días no había sido capaz de llegar a la luna.
Miraba esa superficie blancuzca y movediza con fascinación, con la misma atracción y el mismo temor con que tantas veces había mirado el agua de las piscinas desde el vértigo de los trampolines de los que no era capaz de saltar. Pero ahora era miedo a la Luna. Yo estaba en medio de una soledad cósmica, Armstrong y Aldrin, habían recogido sus piedras y sus aparatos y acababan de marcharse, la Luna quedó tan inerte como lo estuvo durante tantos millones de años antes de que en una noche de ese verano un artefacto mecánico con patas de araña y nombre de águila llevase allá a dos hombres con una bandera. Eso es lo que quedaba ahí, la bandera con ondulaciones simuladas, quizás unas pisadas, los restos de una hazaña que evidenció que la ciencia de los hombres iba demasiado por delante de la cultura de los pueblos, porque no sólo era capaz de llegar a la luna, cosa que hasta los más viejos eran proclives a creerse multiplicando en su imaginación la potencia del automóvil y de los aviones, sino que además lograba traer a la Tierra, con muy pocos segundos de diferencia, las imágenes de lo que estaba sucediendo allá arriba, tan lejos, y eso ya sí que suscitaba la incredulidad de la generación que nació en las primeras décadas del siglo, que no podía concebir que también las imágenes y las voces fuesen capaces de viajar por el espacio sin desintegrarse ni descomponerse para siempre en polvo cósmico. Lo más grande de aquélla noche no fue que el hombre pisara la luna, sino que lo pudiéramos estar contemplando en directo desde el cuarto de estar de la casa de tía María Jacinta. Fue la televisión, y no la NASA, quien triunfó para siempre aquella madrugada de julio de 1969.
Mirábamos a la luna en las noches de ese verano y la luna se impregnaba en las retinas y asomaba en los sueños. Así que era un sueño, yo estaba soñando con la luna, la tenía tan cerca, ahí mismo, al alcance de un salto decidido, pero no había nadie, sólo la bandera norteamericana ensimismada y abandonada, nadie que pudiera darme su brazo para poder subir de nuevo y no quedar engullido por esa materia desconocida para siempre, para siempre, para siempre, como si fuera el Infierno o el Limbo, para siempre al lado de la bandera en ese trocito de universo que fue televisado en todas las regiones de la tierra. Componía la postura, me decía «venga, vamos, un salto y ya está», pero estaba seguro de que no lo haría, igual que cuando subía a los trampolines sabía que habría de bajar por la misma escalerita y no por el lado del aire, ni siquiera la irrealidad de los sueños me ayudaba a vencer mi falta de audacia, mi complejo de Collins, ese tipo sin fortuna que se quedó dando vueltas en órbita custodiando la nave que habría de recoger a sus dos compañeros héroes y devolverlos al Pacífico y a una intrigante cuarentena.
Fue un verano de televisión, porque en dos días casi seguidos ocurrieron acontecimientos trascendentales que reunieron a la familia alrededor de la General Eléctrica Española con pantalla antirreflexiva del tío Anselmo. Una tarde los mayores siguieron con atención cómo Franco pronunciaba un discurso importante en las Cortes y designaba sucesor de sí mismo, de sus Leyes y sus uniformes, de su misión histórica y de sus afectos, de su acervo político y de su ejército, de su régimen, a un joven príncipe con aire extranjero que no tenía, desde luego, la presencia, ni el carisma, ni los vínculos afectivos que el general había trabado con millones de españoles. Franco presentó a sus españoles a quien en el futuro sería el rey de España. Mucho título, ese de «Rey de España», para un joven cuyos únicos avales para hombres como el tío Anselmo eran los que Franco, qué viejo ya, decidió prestarle aquél día, y que pronto empezó a protagonizar los chistes que se contaban en bodas y bares, en recreos y nocheviejas. Pero ya no tenía remedio: Franco había nombrado a su sucesor en una ceremonia que resultó triste para muchos como tío Anselmo, porque cuando un caudillo nombra a su sucesor está clausurando una época.
Otra noche fue lo de la luna, un acontecimiento prestado por los Estados unidos de América a toda la humanidad. Europa tuvo que trasnochar para verlo en directo, y en eso nosotros sí éramos europeos. La hora prevista de alunizaje era una hora imposible para los niños, pero nos acostamos rogando insistentemente a padres, tíos y primos que nos despertasen cuando llegase el momento, y lo conseguimos: hasta nuestra madre comprendió que merecía la pena que se nos rompiese el sueño, y Alfonso nos despertó con tiempo suficiente como para incorporarnos a la escena, pocos minutos antes de que Neil Armstrong, vestido aparatosamente de astronauta, descendiera las escaleras desde la nave espacial y diera ese salto final hasta pisar la Luna. uno de nosotros, allí, tan arriba. Tantas cosas habían corrido por nuestra imaginación de niños aquella tarde, pensando qué podía pasar cuando un hombre como nosotros tocase por primera vez la materia de la que estuviese hecha la Luna. Mi hermano Paco apostaba por una explosión espectacular, como si intuyera una rebelión del satélite y de la naturaleza frente a la osadía de la colonización. Yo temía que al saltar el hombre se lo tragara la luna, fuese sumergiéndose el astronauta poco a poco igual que los buenos de las películas en las arenas movedizas. Imaginaba una luna blanda. Cristóbal, el mayor, apostaba más bien por alguna extraña enfermedad, un contagio que se incubase allí y se manifestara más tarde, quizás ya en la Tierra. Aparentemente no pasó nada. El astronauta saltó, todos pudimos verlo, tía María Jacinta dijo «avemaríapurísima», Alfonso y Lola aplaudieron, María pedía silencio, nosotros vimos cómo Armstrong botó con ligereza y dio con torpeza los primeros pasos. No pasó nada más, y los siguientes minutos fueron más bien aburridos: imagino que los españoles empezaríamos a bostezar y a estirarnos, iríamos abandonando la habitación del televisor y yéndonos a la cama uno a uno, decenas, cientos, miles, decenas de miles, quizás más de un millón de españoles acostándonos después de haber visto la hazaña. En aquella época no había medidores de audiencia televisiva, pero no creo que un España-Brasil de fútbol, ni la final de Un millón para el mejor, ni por supuesto la designación del sucesor de Franco, hubiesen concitado tantos espectadores como ese contacto del hombre con la Luna, esa bandera del siglo XX que los vivos tuvimos el privilegio de presenciar en directo.
Ese verano leíamos 'De la Tierra a la Luna' (Cristóbal ya en su versión original, Paco y yo en una edición de ilustraciones, para niños) y mirábamos a la luna como si ya formase parte de la Tierra, como si lo que hasta entonces siempre estuvo fuera de nosotros, en el cielo, hubiese ingresado de pronto, por decisión de los hombres, en nuestra historia. El hombre subió a la Luna, y la luna bajó a la tierra. Pero esto atormentó un poco a nuestras mentes de niños católicos a los que costaba imaginar el Cielo como algo distinto del cielo. Si el hombre ya llegó a la Luna, y la luna está en el cielo, entonces ¿dónde está el Cielo al que sólo pueden ir los muertos? ¿Dónde está Dios?, ¿en un Cielo situado más arriba que el cielo de la luna? A todos se lo preguntábamos, y recibimos alguna respuesta tranquilizadora, aunque no tan nítida y tan clara como aquello de que el Cielo está arriba y el Infierno abajo. Ya empezaba a complicarse todo".
(De "Cuando siempre era verano", capítulo IX).
Leo esta entrada de Pasquau y las emitidas por Carcamis en “Breviario sobre equidistancia” y , adjuntándolas a la insufrible intervención de Pedro Sanchez Perez Gomez Alvares Jimenez en el Congreso, constituyen pura y simplemente lo que jurídicamente se denomina “ abuso de derecho”. Con la excusa del ejercicio de un derecho objetivo y externamente legal cual es la libertad de expresión, se causa un daño también objetivo y antisocial, cual es el cansancio intelectual de un lector equilibrado y aséptico que es sometido al castigo inmerecido de lo inane. Las entradas de Pasquau y Carcamis que cito son literariamente malísimas, humanamente dañinas, sociológicamente perturbadoras y fiscalmente anodinas. Como dice el Tribunal Supremo de Sevilla, el daño proviene del exceso o anormalidad en el ejercicio del derecho a la libertad de expresión. Empiezas a leer y te dices a ti mismo: vaya , hombre, no hay manera de digerir.
El caso de Carcamis es especial: es imposible no decir absolutamente nada en 64 folios, pero Carcamis lo consigue. Nada . No dice absolutamente nada evaluable, discutible o susceptible de contradicción. Un hallazgo.
Ya sabeis lo que decía el filósofo Lim Piao en su conocido ensayo “ El Colestelol Litelalio en cápsulas “: “ Askatu investidula eta bildutarra congresua euskalduna me”. Y , por tanto, espero que acepteis esta crítica con espíritu deconstructivo y coalicional.
Valiente Julio.¡¡
JAJAJA Amigo Panolimo
Has ganado el premio PanoliXXL al conseguir leer 64 folios sin percibir absolutamente nada y además verificarlo con la prueba del 9; 64, 6, 4,
Gracias por tanta dedicación. Es usted un auténtico Sujeto Jurídico No Identificado tipo Kelseniano (SJNI–K), preocupado por la «ciencia correcta del derecho» que ve el realismo como el enemigo universal de una digestión normativizada; Sí señor; ¡Como Dios manda!…
Todo un gran Pachá jurista de Córdoba que todo lo ve y nada percibe en 64 páginas….
El rey del papel higiénico…
¡¡¡Mulgere Hircum!!!
¿ Y que se nos había perdido allí ? O, si hay que ir se va, pero ir para nada es tontería.
Son algunos castizos comentarios que todavía hoy pueden escucharse, e incluso en el país protagonista aun hay gente que no se cree aquella hazaña. Mi madre siempre se ha escandalizado con el presupuesto que los viajes espaciales manejan, y no se la convence ni siquiera comparándolo con el presupuesto en productos de belleza de un país mediano como España. La verdad es que después del descubrimiento de América la disponibilidad de hazañas útiles había quedado un poco inaccesible, porque si bien al principio no se vio oro ni especias que es lo que se buscaba, poco después los beneficios fueron patentes. Lo de la carrera espacial se estaba moderando últimamente después de aquellos locos años de la guerra fría, y a mi me parece bien ya que son muchas las ventajas que se aportan a la humanidad de forma indirecta con los avances científicos, pero éstos bien podrían obtenerse apuntando a otros objetivos de tipo médico, de exploración oceánica, o de nuevas energías. Pero se ve que algunos quedaron bastante impactados con aquellas imágenes y existen hoy millonarios que se dedican a lo del turismo espacial y otros extravagantes emprendimientos. En fin, que no se si en mi casa había televisor en aquella época o si yo era demasiado pequeño para que me avisaran, pero no me veo muy afectado hoy día por la espaciofilia, aunque reconozco que si me gustan las películas de ciencia-ficción como también las de fantasía medieval o las de romanos y no por ello apoyo un excesivo gasto en proyectos arqueológicos.