Wuhan es un recuerdo lejano. Nos han pasado muchas cosas desde aquellas imágenes exóticas de chinos con mascarilla por la calle y astronautas fumigando las calles. ¡Cómo son los chinos!, pensábamos. Un virus había encontrado por azar la manera de alcanzar a la especie humana, como otras veces, pero sin el dramatismo del Évola. Seguíamos con lo nuestro: otra gripe, un poquito peor, quizás. Una cosa china. Cómo son los chinos. Hace hoy un año, confinaron Wuhan. No podíamos saber que ese acontecimiento aparecerá en los libros de historia.
Luego llegó febrero, y aparecieron algunos contagiados en Europa. Sobre todo, en Italia. Qué mala suerte, los italianos. En Barcelona se canceló un congreso tecnológico por prevención: qué pena, cuánto dinero se perdía. Aquellas eran reacciones naturales. La vida fluía en un invierno tranquilo y más bien soleado, y con una gripe estacional menos agresiva que otros años. Trabajábamos, nos pasaban cosas, empezábamos a comentar el asunto en el bar. Y los chinos, con mascarilla. Cómo son los chinos.
Lo llamábamos “coronavirus”, ¿se acuerdan?, eso de Covid-19 era todavía una jerga científica. A primeros de marzo se empezó a acelerar la conversación sobre la epidemia (todavía era epidemia). En Madrid iban difundiéndose rumores que a mí me llegaron por whatsapp: “dentro de una semana, llegaremos a 10.000 infectados”. Qué exagerados. Algunos empezaron a llenar la despensa de alimentos no perecederos. Escaseó misteriosamente el papel higiénico. En el telediario, el asunto empezó a subir de rango, y a veces abría como primera noticia. Hubo una manifestación el 8 de marzo, y las ministras llevaban mascarillas y… guantes (¿se acuerdan de los guantes?). Hubo partidos de fútbol, sin mascarillas. El día 11 la OMS declaró la “pandemia”, pero no sabíamos bien qué diferencia hay entre una epidemia y una pandemia. Y Madrid cerró Universidades.
La conversación, entonces, no es que se acelerase: es que empezamos a no hablar de otra cosa. Sin miedo, pero con interés. Se empezó a hablar de medidas duras, y algunos tomaron sus medidas: se veían luces en las casas de las urbanizaciones de las zonas costeras, vacías en invierno. “Yo me quedo en casa”, se hizo hasthag, y Sánchez salió en la tele, anunciando un estado de alarma y un confinamiento en casa: “esta batalla la vamos a ganar”. Creo recordar que ese fin de semana los partidos de fútbol se celebraron con aforo vacío.
De eso no hace un año todavía.
Al principio parecían unas vacaciones sin que los días restasen. Pero con cifras y muertos, que nos preocupaban, por empatía. Se podía leer, nos dimos de alta en alguna plataforma televisiva más, hablábamos por teléfono sin prisas, paseábamos por internet, salíamos al balcón a las ocho a dar gracias a los sanitarios, a los que sabíamos desbordados, y los perros ya no sabían qué hacer en la calle, de tanto salir. Sánchez sobreactuó en largas apariciones televisivas, y la oposición reaccionó. Empezaron las discusiones políticas sobre mascarillas y equipos sanitarios, sobre el descuido de la salud pública, sobre el número de muertos, sobre el 8-M, y también sobre una dictadura que nos tenía confinados, y sobre llamadas al rey para que pusiera orden con un gobierno de salvación nacional que restituyese la democracia. Los capitanes a posteriori que denunciaban que se tardó mucho en empezar se mezclaban con los tenientes a priori que nos advertían de que el confinamiento era un capricho acumulador de poder: bastaba -decían- con la legislación ordinaria. Hubo manifestaciones con cacerola contra el largo confinamiento, resistirés mezclados con himnos, y su última prórroga exigió concesiones políticas que ya no recuerdo.
“¿Quién me ha robado el mes de abril?”, pensábamos otros, cuando abril avanzaba entre prórrogas del estado de alarma. Pero los días pasaban, jugábamos en casa a la diana, los hijos empezaban a impacientarse, y en los balcones, junto a las palmas, aparecieron las cacerolas.
En mayo comenzó la “desescalada”, y el horizonte tenía un nombre muy feo, más feo aún por las mayúsculas: la “Nueva Normalidad” (que más o menos consistió en que agosto sería mes hábil en los juzgados). Pero hacía sol radiante, y reaprendimos el placer de pasear. También el de tomar una cerveza en una terraza al aire libre. Fase 0, fase I, fase II… Salíamos de un túnel que dejó muertos y deudas, pero salíamos, con un verano por delante. En adelante tendríamos algo más de cuidado, y no tardamos mucho en añadir una cosa más a las que debíamos llevar al salir de casa: el móvil, las llaves, la cartera… y la mascarilla. En julio, el raro ya era el que no la llevaba. Algunas, de colores, hasta embellecían. Porque era verano.
Lo demás ya es más reciente. Ay, los jóvenes y las copas. Y el comienzo del curso, y los universitarios, y el puente del Pilar, se quejaban algunos a voces en la barra del bar atiborrada, sin mascarilla. Qué desazón cuando oíamos “segunda ola”, “incidencia acumulada”, “distrito sanitario”, “confinamiento perimetral”, “horarios de bares” e incluso “toque de queda”. ¿Vuelta a empezar? Sí, pero cansados, aunque con décimos de lotería de navidad en el bolsillo. Se dominaba la curva, luego volverá a subir, sí, lo sabíamos, pero en esos equilibrios debíamos andarnos. Y ventilar, y distancia personal, y eludir el interior de los bares, y aforos limitados, y concierto de Raphael, y seis o diez comensales convivientes, y variante británica, y alarma pionera en Alemania, pero sólo porque allí la época navideña empieza por San Nicolás (6 diciembre).
2021. Que el año sea mejor. Tercera ola. Las peores cifras. Hospitales desbordados, otra vez. Ya sabemos que el invierno va a ser duro. La primavera se llama vacuna. Somos muchos millones de candidatos y algunos aprovechados se saltan la cola, aunque más indignante aún es que no acabemos de ver arrancar una campaña masiva de vacunación. Supongo que no será fácil, pero este confinamiento hibernado y resignado lo viviríamos mucho mejor aplaudiendo en los balcones a los batallones de vacunadores trayendo la primavera con mucha más determinación.
Ánimo. Cuidémonos, aninémonos. La pandemia está siendo algo más que un contratiempo o una contrariedad: es un golpe de humildad colectiva. La humildad de la mano de la determinación es la mejor alianza para las batallas difíciles.
by Ernesto L. Mena
by Agustín Ruiz Robledo
by Maria Ppilar Larraona