Echarse a la calle en Semana Santa y acudir a la zona en que transitan las procesiones y se desplazan las turbas es una aventura "generalista". En los alrededores de las procesiones todo se mezcla: las edades, los trabajos, las nacionalidades, la condición social, los barrios, las intenciones. El azar te lleva a una esquina o a otra, te pone al lado de niños con chuches, padres con niños, un fotógrafo, tres jóvenes con espinillas y ganas de ligar, dos viejos que hablan de la Semana Santa de los 60, una viuda con bolso y zapatos de tacón, dos finlandesas asombradas, tres hombres que hablan de política. Pasa el Cristo envuelto en tambores y trompetas, o la Virgen bailada entre charangas trágicas, y hay que pensar el recorrido para buscar otra esquina. Me gustan los alrededores de la procesión. No hay elitismo ni segregación en Semana Santa. Cada cual sale de su casa, de sus itinerarios, de su círculo, y se expone a la experiencia de ser pueblo. Cada vez hay menos ocasiones en que se produce semejante prodigio. A mí siempre me gustó la mezcla´más que el pedigrí. Por eso no cambio la calle incómoda y lenta de todos por la imagen precisa y certera de la retransmisión por televisión, cada vez más perfecta y ensimismada. Las imágenes televisivas no huelen, no cansan, no te "achuchan", no te rifan en el azar de las casi infinitas combinaciones posibles. Una de las claves del éxito de la Semana Santa es que no tienen nada de virtual: te arrojan a una experiencia real que necesita piernas, sentidos, evocación y, me temo, paraguas.
No son desfiles. Que no me busquen en un palco, viendo pasar el desfile. Me encontrarán de acá para allá, mezclado conmigo mismo, con mis diferentes edades, coleccionando momentos, mirando a mi hijo mirar, acordándome de cuando a mí me enseñaban a mirar y a callarme al paso del Cristo. Pero no necesito silencio, ni un fervor unánime: necesito una multitud convocada por una tradición que es de todos y que me lleva de acá para allá como un río de aguas antiguas.
Las procesiones de santos me dan un nosequé que no acertaría a explicar. Hoy mismo Rodericus en su blog La vergüenza familiar dejaba una entrada similar a lo a mí me evocan.
Yo prefiero el silencio más absoluto para visitar las iglesias. Para enfrentarme a mi fe. Eso de jalear las imágenes por las calles me hiere bastante. Aunque como dices es una tradición tan antigua como el tiempo y necesita multitudes que estén ahí.
Saludos
Begoña, la clave está en la infancia.
Hay otros momentos, otras celebraciones, otras situaciones en las que yo prefiero la intimidad y el silencio; hay otras tradiciones que no entiendo y que no me dicen absolutamente nada (romerías, y no digamos el carnaval). Las procesiones de Semana Santa sí me "dicen", tal cual son, con todas sus impurezas, porque llevan adheridas recuerdos de generaciones y generaciones, y las miré con ojos de asombro cuando apenas tenía dos o tres años de la mano de mis padres: si me gusta la vaharada de incienso que envuelve la música de tambores es porque me transportan al principio de los principios, a algunos momentos de felicidad o de emoción situados en el pasado remoto. Pero no soy un fundamentalista de las procesiones: entiendo perfectamente que quien no tenga ese fondo de recuerdos, no les guste y hasta les parezcan un estorbo o una carnavalada
Miguel, sí tengo recuerdos de procesiones desde que era niña. Y desde que recuerdo me producen la misma sensación, que es más de angustia que de fe; sin que pueda ni explicarlo.
No por ello me parecen un estorbo o una carnavalada, sino una cuestión de fe. Y la fe es lo más valioso que una persona puede tener. La respeto y la valoro.
Voy a alguna procesión si toca, pero como me gusta visitar a los santos es en silencio. Lo cual no deja de ser una cuestión de gustos, como en todo.
Begoña, hace alguna década era inevitable el debate sobre las procesiones desde el punto de vista de la fe. Recuerdo bien los argumentos de unos y otros: algunos decían que las procesiones vanalizaban con aires de fiesta la profundidad del sentido de la Semana Santa. Otros las consideraban una "ocasión" para adentrarte en ese misterio. Hoy las procesiones se han consolidado en mi tierra quizás no tanto por su valor religioso, sino como fenómeno en el que se entremezcla lo cultural, lo tradicional, lo afectivo y lo puramente religioso.
Cuando yo voy a ver una procesión no me dispongo a vivir una experiencia religiosa: más bien voy a encontrarme con mis muertos y con mi infancia, es decir, conmigo mismo; aunque a veces, de pronto, salta una chispa, una pregunta, un momento que me lleva a cuestionarme mi tipo de vida, un rato de oración perpleja. Para mí las imágenes de Cristo no son dioses, pero tampoco becerros de oro. Son trozos de madera, iconos recognoscibles que valen por lo mucho que han sido "miradas". Y repito lo que muchas veces he dicho: esas miradas son libres, y cada cual pone la que quiere: ojos de fe, pero también de de espectáculo, de fotógrafo, y sobre todo de niño. Todo mezclado.
Muchas gracias por tu comentario.