Cualquier receta es difícil para la cuestión migratoria. Alambradas, murallas, dispositivos de vigilancia y kilómetros de mar son insuficientes para contener las oleadas de gentes dispuestas a arriesgarse para entrar por el ojo de aguja. Es fácil decir que son necesarias políticas que aborden las causas, y no sólo las consecuencias, pero para ello haría falta una voluntad política a fondo perdido, y no una simple retórica de justificación que, además, es cicatera con los medios. Y así seguimos, en un círculo más que vicioso que sigue poniendo alambradas y recogiendo náufragos.
Lo que importa ahora no es esparcir culpas, sino consternarse, y hacerlo de verdad. Es una pena no poder conocer los nombres, las caras y las historias de los muertos en esta tragedia, porque eso nos acercaría a la verdadera compasión, que es ponerse en el lugar del que sufre. Por más que extrememos nuestra tensión moral, un dolor sin rostro es menos agudo, más intelectual. Estamos cerca en kilómetros, pero infinitamente lejos del lugar y momento en que el barco vuelca y una madre se está ahogando con su hijo sin remedio. Imaginen que la madre se llama Carmenchu, que es de Andújar y arquitecta, que su hijo se llama Manuel y colecciona estampas de los futbolistas y hace 1º de Primaria en el colegio de nuestros hijos; imaginen que la madre y el hijo volvían de un viaje para visitar a su tío misionero en Guinea, que sus amigos estaban en el puerto esperándolos con una sorpresa de cumpleaños, porque hoy era el cumpleaños de Carmenchu. Los dos se han ahogado. Han aguantado unos minutos entre las olas, han visto cómo otros se agarraban a ellos para no hundirse y, al hacerlo, los hundían a ellos, han gritado, han perdido las fuerzas y durante un minuto terrible han estado ahogándose debajo del agua, agarrados hasta perder la conciencia.
Me siento incapaz de enarbolar ninguna bandera con lemas sobre la política de inmigración, pero no tengo más remedio que pensar que estamos ante un fracaso descomunal. Yo no miro al ministro, ni miro a los políticos. Miro al dogma según el cual la globalización de productos, servicios y capitales es eficiente, mientras que la globalización de personas es perturbadora y factor de desorden. Lo primero asegura una "asignación eficiente de recursos", dicen los economistas; lo segundo causaría el caos. No estoy seguro. Es verdad que hay razones de orden público de por medio; pero también me parece evidente que hay una descomunal insolidaridad: la relajación de fronteras nos perjudicaría a algunos, pero beneficiaría a otros, y el saldo global probablemente fuese positivo. Son, pues, razones de orden público insolidario. Pero la solidaridad difícilmente puede brotar de reflexiones teóricas: sólo puede fomentarse abriendo los ojos de par en par al sufrimiento que nosotros no tememos.
"Pues que se queden en su casa", podrá estar pensando alguien. A ese alguien no sé decirle nada. Ni siquiera me atrevería a endosarle una plática, porque es probable que si estuviera allí, junto a Carmenchu y Manuel, aunque se llamen M'bow y Khalil, haría lo posible por salvarles la vida, y a lo mejor yo sería más cobarde y cerraría los ojos.
Por eso mi empeño no es esparcir culpas, sino abrir los ojos y aplaudir, con toda mi alma, a los organismos, autoridades y voluntarios que se dedican a rescatar náufragos o a acoger a inmigrantes. Y a los políticos que no se resignen a estas tragedias "inevitables". Y a todas las voces que reclaman mayor audacia para salir de este fracaso.
No busquemos una respuesta rápida que nos coloque en el lado bueno. Casi es mejor quedar callados ante el infierno.
Si nosotros nos encontrásemos en las circunstancias de estos inmigrantes ahora estaríamos en el fondo de un mar oscuro, pero como no lo estamos aún nos queda voz para decir que esto que sucede hay que cambiarlo de alguna forma. No deberíamos permitir que un día sí y otro también gente que intenta salir de la extrema pobreza termine así. Hay que encontrar algún tipo de fórmula que les permita vivir de forma digna en su país. Es un drama que va durando demasiado tiempo.
Saludos
Querido Miguel… cuánto tiempo y qué poco hemos cambiado. Lo veo en lo que escribe y en cómo me identifico, porque ahí sigo… ahora también cerca de los inmigrantes.Gracias por tu comentario, que pone palabras a nuestros pensamientos. Y enhorabuena por tu segunda novela… ¡ suerte mañana en la presentación¡ Ojalá pudiera ir a verte y darte un buen abrazo… aquí uno aunque sea virtual.
¡Inma! Qué alegría que la botella con estos mensajes haya llegado a vosotros…
Gracias
Que imagen tan desoladora.Trabajo a diario con el problema aunque en su lado más "amable", si es que lo tiene. La otra cara de la moneda, los que consiguen en un último esfuerzo cruzar, los catorce kilómetros que separan un contiene de otro por su estrecho más traicionero y que después de travesías de en algunos casos miles de kilómetros, que duran años, consiguen por fin pisar tierras gaditanas. Veo pasar por el juzgado, guardia tras guardiaaAziz,Bosra,Mahamadou,Mohamed,Soumaya,Ben,Hanae,Marouan y así cientos y cientos como un número de Diligencias Indeterminadas. Algunos los vuelvo a encontrar, ofreciéndome su ayuda con el carrito del supermercado, alegres, amables, agradecidos y siempre sonriendo.
Cuánto tiempo sin saber de ti, Caty
Y qué comentario tan oportuno.
Gracias.