Me gustaba la cuaresma. Era como llegar a casa, tras el insípido tiempo de después de navidad. La cuaresma era el zaguán de la semana santa, y por eso las abstinencias sabían ya a procesión y a capirucho. En la noche de invierno, en cualquier explanada de las afueras, bandas de tambores y trompetas ensayaban con una monotonía que parecía marcar una cuenta atrás hacia lo definitivamente bueno, intenso y grande, en aquella "Ciudad de Semana Santa".
Luego la cuaresma se quiso teñir de contenidos morales. Era el tiempo en que había que convertirse, aunque en eso los sermones de Misa se parecían a los de adviento, que también trataban de la espera y de prepararse para algo. En cuaresma había propósitos pequeños en los que uno volcaba un cierto componente ascético que agradezco en el recuerdo: privarse de algo permitido, revisar los desórdenes internos, querer ser mejor, "hacerse un hombre". No llegué a aprender el sentido no del sacrificio, ni de eso tan antipático y presuntuoso que llamaban "mortificación" y que asociaba a los cilicios de algún amigo del Opus, pero sí barrunté el sentido de la ascética: descubrí que en la vida hay una tendencia a la inercia, hecha no sólo de rutina, sino también de un corto y plano impulso acomodaticio que ni llegaba a la grandeza del carpe diem, ni apuntaba a nada que mereciera la pena; y procuraba entonces, con la voluntad dispuesta de la adolescencia y la primera juventud, decidir en qué "objetivos" debía "empeñarme".
Por eso la cuaresma formó parte de mi educación sentimental. Lo agradezco. Lo llamábamos cuaresma, y era el sentido moral de la vida, sin el que sólo tendríamos la deriva.
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