Cuatro mujeres, cuatro abogadas

Otro de los aciertos de de la serie "Las abogadas" es haber optado por la malla de cuatro mujeres, que acaban siendo como cuatro puntos cardinales en el torbellino de aquella época en que los ejes de España estaban cambiando. Cuatro abogadas, cuatro mujeres. Empoderadas, libres porque sí, cómplices confesas, agarradas de la mano cuando fue necesario, apoyadas entre sí, casi intrusas en un mundo hecho por hombres y para hombres.

Hubo, sí, muchos hombres en aquella trinchera: Atocha, de hecho, suena a “abogados” laboralistas con barba, gafas y cuellos largos de camisa, pero esta serie se fija un poco menos en ellos. Les toca un papel secundario. Son vistos desde fuera, desde ellas. Ellos son jueces, fiscales, policías, un cura, un jefazo del PC, un matón, y, es verdad, algunos abogados, pero éstos, en realidad, son compañeros de “las abogadas”. Era importante salvar, en el título, el femenino plural. Es una de las fortalezas de la serie.

Abogadas con nombre propio en la historia de aquellos años llena de hombres. Cristina Almeida, una máquina de ganar batallas y desatascar situaciones con su determinación, arrojo y sentido del humor pragmático y trágico a la vez, inmune a los efectos del miedo. Manuela Carmena (tan bien encarnada por Irene Escolar que en adelante va a ser difícil olvidarse de Irene al ver o escuchar a Manuela, y viceversa), inteligente, audaz, en armonía con su entorno personal, absolutamente confiable y sin excesos machunos en el compromiso. Paca Sauquillo, la cristiana de luchas solidarias de barrio que, desde la parroquia, trabaja el gota a gota de la situación de cada familia, pero también es capaz de plantar batalla a grandes operaciones inmobiliarias fraudulentas que se cobijaban en el desarrollismo de la época. Y Lola González, la más compleja, la más difícil de entender, la que recibió más golpes, la novia de Enrique Ruano y la mujer de Javier Sauquillo, la víctima por dos veces de la más cruel represión (el terrorismo de las cloacas), sin contar las balas que a ella misma la dejaron malherida y destrozada.

Cuatro mujeres, cuatro amigas, que, por razones y caminos diferentes, hacen de la abogacía un modo de vida en el que se encuentran el trabajo, la risa, el compromiso y la militancia. En la magistratura de trabajo representan a trabajadores despedidos por participar en huelgas o que reivindican mejoras en sus condiciones de trabajo,. En el Tribunal de Orden Público desesperan al presidente del tribunal represor con habilidosas defensas de manifestantes detenidos, de miembros de sindicatos y partidos clandestinos o de la cúpula de CCOO en el llamado Proceso 1001. En el Juzgado de Instrucción acorralan a un constructor en nombre de compradores estafados.

Recomiendo ver estos cinco capítulos que nos traen un tiempo en el que todo parecía posible en España: lo peor agonizaba entre sus expedientes y uniformes o se cobijaba en grupúsculos con bigote pero sin hombría y lo nuevo, por hacer, empujaba con descaro hacia algo que llamaban democracia pero era mucho más que la democracia que ayudaron a conseguir.

Hoy es 8-M y llueve en toda España. No sería una mala idea dedicarlo a sumergirse en esta historia feminista.

(PD: Es verdad: no he podido dejar de ver a Martín Godoy, a Alfonso Caldentey y a algunos otros personajes cruzándose en los escenarios por los que transitaban las abogadas. Quienes hayáis leído mi novela “Aunque todo se acabe” sabríais de qué hablo. Tampoco he podido dejar de acordarme (lo he vuelto a extraer de la estantería) el maravilloso ensayo de Javier Padilla, “A finales de enero” (XXXI Premio Comillas), cuyo cabal subtítulo es “La historia de amor más trágica de la Transición”, que también podría ser subtítulo de esta tan recomendable serie).

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