A estas alturas de julio todo parece irse estrechando, como un embudo, hacia un punto exacto que se llama "1 de agosto", es decir, las vacaciones. Uno viene a trabajar por la mañana, se cruza con el calor a media mañana si va a tomar un café, se abrasa al medio día camino de casa, se deja llevar en una siesta con sonidos de Tour de Francia, procura ir dejando el segundo tramo de la tarde libre para hacer algún encargo o quedar para esa cerveza que se resistió en junio, y apenas llega la noche se encuentra con un territorio amable y excitante que pide palabras escritas, ratos en la terraza, un vaso con hielo y algo más, un sonido de grillos que te dicen: "verano", una quietud antes de ir a dormir.
No me dan envidia quienes eligieron julio para las vacaciones, porque ya las van gastando. Lo bueno de julio es agosto, que está ahí, entero, al otro lado del embudo que va cerrando un curso, un año de trabajo y rutinas, de empeños que son la vida. Agosto en el horizonte, en el fondo de la noche hondísima, en el aire del mediodía de luz que aplasta los restos de trabajo que van quedando (siempre mayores de lo que uno imaginaba a primeros de mes, cuando se había propuesto ir acompasándose a un ritmo lánguido y terminal). Citas aún pendientes, una película en cine de verano quizás (aunque ya quedan muy pocos), la dispersión de los hijos que no paran de moverse de acá para allá en un verano adolescente de pandillas, bañadores y estación de autobuses. Alguna boda, imágenes del encierro de los sanfermines, el Mont Ventoux (donde, en una tarde de nuestra infancia, murió el ciclista Simpson), gazpacho bebido para comer, poner orden en los papeles (pero qué pereza, porque para romper y tirar -que es la única manera de ordenar- hace falta decisión y energía).
Lo bueno de julio es agosto, pero mientras tanto julio merece la pena. Así debe ser. La ruptura de agosto no puede ser una necesidad, tiene que ser un lujo. No necesito que llegue ya, prefiero esperarlo. No quiero que pasen deprisa los días de julio. También los llamo por su nombre: 10, 11, 12 de julio. Para que tengan sustantividad dentro del embudo. No son vacaciones, porque hay que venir a trabajar, pero, ¿no es verdad que el centro de gravedad de estos días de julio se desplaza hacia el atardecer? Y ¿no es verdad que al atardecer, cuando se marca la luna en el cielo y aparecen las primeras estrellas, uno siente que todo está en su sitio?
A mi julio me gusta por todo eso que escribes: atardeceres de 10 y ni rastro de primavera.
Me encanta la foto.
Feliz julio… y agosto.
Teresa
Me encanta su forma de expresarse. Me evoca mi propio sentimiento de la calidez de las tardes de julio,y de agosto, del día que se alarga… Gracias, Miguel
Lola
Los atardeceres de Julio nos redimen de esas penosas mañanas llenas de calor, de viento terral, de bochorno, de levante, de sudores que empapan las camisas. El sol se pone, bajan los grados centígrados y el horizonte se llena de belleza. En mi caso, recuerdo las maravillosas puestas de sol en Sanlúcar de Barrameda, quieto en la desembocadura del Guadalquivir y mirando al horizonte atlántico. Todo en su sitio.
He tenido la suerte de disfrutar muchos años un Agosto completo en Sanlúcar, de vacaciones. Una cosa bestia. Doñana, el rio, el viento benéfico de poniente que cura la uva de la manzanilla, todo en su sitio. Llegaba Septiembre y me costaba horrores redactar una demanda de conciliación. Todo en su sitio.
Un saludo.