La Coruña tiene dos playas. Ambas están separadas por un espigón que parece un barco asomado al mar. A la izquierda está la playa de Riazor; a la derecha, la del Orzán. Si hay marea baja, la arena es continua, y cualquiera diría que es una misma playa. Pero no, son dos. Y se dan la espalda. O se va a Riazor, o se va al Orzán, aunque se pueda caminar de una a otra.
Los niños no eligen la playa a la que van. A nosotros, en aquellos veranos de infancia, nos llevaban a Riazor. Nunca, ni una sola vez al Orzán. Ni siquiera nos preguntábamos por qué: tampoco nos preguntábamos por qué dormíamos en casa de la tía Lola, y no en la de alguno de los vecinos de su calle, o por qué nos subíamos al trolebús de Ronda de Nelle (creo recordar que era el 11), y no al de San Amaro-Monelos (¿el 5?). Un niño aprende el mundo desde lugares seguros, repetidos, los que le han tocado, y lo demás es un territorio de conquista para mucho después. Aunque hay personas poco aventureras: van siempre por la misma acera, se sientan en el mismo asiento del aula, de la iglesia o de la cafetería, repostan en la misma estación de servicio. Puede que dormir en la casa de otros, equivocarse de trolebús o bañarse en el Orzán si eres de Riazor, sea algo peligroso.
Quizás nos dijeron que la playa del Orzán tenía más corrientes, y que alguien se ahogó en ella alguna vez. Las olas se veían más largas, grandes y enteras; en Riazor, en cambio, se estrellaban con unas rocas de en medio, y llegaban rotas a la orilla. Mirábamos con envidia las olas del Orzán y a los grupos de jóvenes que jugaban al fútbol en la arena o se bañaban en el Orzán. Parecían extranjeros. Eran los otros, en la otra playa. El Orzán era aquello que se veía al fondo, desde nuestra playa de Riazor. No la elegimos nosotros, como tampoco elegíamos el lugar en el que extender las toallas, ni de qué era la empanada que las madres llevaban en un bolsón de colores vivos, ni tampoco si ese día tocaba o no comprar patatas fritas "tostaditas y saladitas y aún calentitas", como gritaba el vendedor que se paseaba, vestido de blanco, con una bandeja llena de paquetes grasientos, supongo que tanto por Riazor como por Orzán, porque el comercio tiende a despreciar las fronteras.
En marea alta, el mar abofetea en un estrépito de espumas blancas los muros del espigón que separa las dos playas. En la adolescencia, en la juventud, en la edad en la que uno ya puede estar enamorado y puede pasear eligiendo su propio itinerario sin ir a rebufo de padres y tíos esperando un helado en La Ibense, un bocadillo de jamón o una Fanta mientras ellos hablaban de cosas de mayores, pasé largos ratos en aquel espigón. Riazor a la izquierda, Orzán a la derecha, la ciudad atrás. De noche, no había que elegir. Se podía mirar a la derecha sin ser infiel a tu playa. Pero una noche descubrí que yo quería probar las olas del Orzán. Qué gran transgresión. Tanto como querer ir a dormir a la casa de la vecina. Se pueden transgredir las normas escritas, porque eso sólo comporta una sanción, si te pescan; pero tratándose de una costumbre, hay que tener más cuidado, hay que pensárselo mejor, porque por definición, la transgresión es un ataque a la norma misma, que se desmorona apenas deja de percibirse como obligatoria. Ahí estaba, susurrándome el diablo del "por qué no". ¿Por qué no ir al Orzán, si las olas son más altas? Pero no hubo ocasión, quizás porque los siguientes días la lluvia se puso de parte de Riazor.
Así que nunca, hasta ahora, he dormido en la casa de algún vecino de la calle de la tía Lola, ni me he bañado en la playa del Orzán. Somos de costumbres. Quizás, también, animales. Dichosos quienes cada día pueden elegir a qué playa prefieren ir. Suelen ser los forasteros, los que llegan a la ciudad cuando ya pueden elegir sin necesidad de transgredir ninguna costumbre.
Magnífico, Miguel, septiembre nos cala… Algún día te contaré o escribiré la primera vez que vi el mar, aquel ruido asombroso y oscuro que nunca había oído antes, cuando llegamos en plena noche a un pueblecito todavía de huertas y pescadores que se llamaba Benidorm, donde sólo había un hotel de tres plantas que llevaba el magnífico nombre de “Las Brisas”…
Qué precioso relato!. En ocasiones las personas siguen las costumbres, sin cambiarlas un milímetro, porque ya son una tradición que las hace sentir parte de algo superior a ellas mismas. Hay quienes son como las hojas que se desprenden de los árboles y van donde las lleven sus antojos; y están las personas que son como el árbol de raíces profundas.