Si algo bueno tienen los terremotos es que no se le puede echar la culpa a nadie. Nadie tiene la culpa de que el suelo tiemble. Y eso permite que, por una vez, aunque sea por unas horas (luego ya llegan las culpas del urbanismo, del hacinamiento, de la escasez de recursos de rescate…) nos pongamos cara a cara con la devastación y el puro dolor, sin desviar el tiro de rabia hacia las culpas de los otros, que son el analgésico más socorrido.
Tiembla la tierra, y nos quedamos desnudos. Huesos destrozados, piernas desgarradas. Mueren niños, jóvenes, adultos, viejos. Unos sí y otros no, por puro azar, sin ninguna regla lógica que los seleccione. Los otros se convierten en sobrevivientes sin apenas mochila donde guardar el pasado. En el cielo se dibujan perfiles de escombros, y el ruido de la ciudad se llena de ladridos y de lamentos.
Tendría unos 13-14 años cuando escribí un espantoso relato de adolescente. Los protagonistas, claro, éramos los amigos de la pandilla: en aquella edad, el universo ya no es la familia, sino la pandilla. No recuerdo qué pasó con mi familia (quizás, para salvar el asunto, no se podía acceder a la zona en que estaba mi casa pero había noticias alentadoras). Estábamos todos los amigos. Todos ilesos, no sé por qué casualidad. Quizás uno desaparecido, pero lo encontraríamos, ya lo creo que sí. Paseábamos por los restos de la ciudad, pisábamos los cascotes de la tragedia, y nos sentíamos protagonistas de una película épica. El terremoto acababa con el pasado, y nosotros, acaso los únicos supervivientes, podíamos volver a empezar. Los muertos eran anónimos, los nombres propios eran los nuestros, ilesos, impresionados, preparados para empezar todo desde cero. Era el momento de un tipo como yo, de esos que creen que en una tragedia es donde pueden demostrar lo que valen. Algún amor de por medio incentivaría el heroísmo. No guardo aquel relato, que seguramente no terminé, pero sí retengo en la imaginación cómo quedó mi ciudad después del terremoto. Era apasionante, nos sentíamos dueños de los despojos y responsables de construir algo así como un nuevo mundo. No había autoridades, no había adultos, todo era muy simple: nos habíamos salvado por casualidad. Pensábamos qué hacer, cómo organizarnos: la devastación general era una especie de salvoconducto de libertad, porque ya no dependíamos de nadie. Éramos Robinson Crusoe y quedábamos libres incluso del sufrimiento, que por entonces sólo conocíamos en forma de suspiros o de humillaciones. El terremoto acababa con toda humillación, con cualquier limitación. Todo quedaba purificado, limpio, porque la tarea no era aprobar Lengua ni recoger los platos después de la cena, sino ser Adán. Y sin que nadie tuviera la culpa, porque no se trataba de una revolución, sino de un terremoto. En aquel cuento el sufrimiento era abstracto y ajeno, como un decorado.
Ahora debería escribir otro relato con terremoto. Estoy seguro de que intentaría dibujar el sufrimiento (el daño corporal, la angustia, el frío, la sed, la desesperación) con trazos lo más precisos posible, sin escapatoria. El guion no podría ser otro que el total desconcierto: ninguna historia interesante que distrajese. Me detendría en los detalles. Incluso en las mezquindades. La esperanza la confinaría, probablemente, en el plano de lo simplemente sugerido: un gesto, o el valor de un intento de rescatar lo que probablemente sea un cadáver. Procuraría buscar una veta amable, pero contenida, en la que cupiesen lágrimas y abrazos, agudo dolor compartido, pura humanidad doliente, acaso un cigarrillo fumado a medias. Una veta que no cubriese falsamente la desolación pero permitiera seguir leyendo. No habría héroes individuales, o no tendrían nombre, y en muchas escenas sería de noche. Veo a un cojo que está llorando más por pena que por dolor, y los gritos ahí abajo, entre vigas, forja, sillones, los gritos van atenuándose. Todas las escenas me las imagino en la noche.
Quizás en algún momento aparece una pandilla de amigos yendo de un lado a otro, caminando sobre los escombros, ajenos a lo que está pasando por aquí debajo.
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