Mi padre daba importancia al día de Todos los Santos. Lo llamaba así, con las tres palabras formando una sola: todoslossantos. Los franceses, que generalmente van un poco por delante en casi todo, ya llaman a la fiesta así: "La Toussaint", en singular, como si aquí dijéramos "La Todossanto". Aunque en realidad todos sabíamos que era el día del cementerio, y por tanto de los muertos, por más que al día siguiente se les llamase "difuntos", y que se estableciera esa inasible diferencia entre difuntos y santos que obligaba a recordar a cada muerto dos días, por si acaso. Por si acaso era santo, y por si acaso no lo era...
Mi padre le daba importancia. "Son más que nosotros", decía, "muchos más". Y a mi me parecía injusto que, siendo tantos, estuvieran apilados en el pequeño cementerio, dejando toda la ciudad para los pocos vivos. Estuvieron aquí, de pleno derecho. Contemplaron veranos y otoños, siembras y cosechas, bautizos y entierros, recorrieron su tramo en la inmensa cadena que es la vida de "Todos los hombres" en la que ahora, tan coyunturalmente, estamos "nosotros", es decir ese conjunto integrado por los que ya han nacido y todavía no han muerto. El día de Todos los Santos, el día de los muertos, era la ocasión para que ciudad y cementerio abriesen sus compuertas.
Todoslossantos tenía un toque sagrado y solemne, festivo, de curas engalanados en morado y misa. Había misa obligatoria. En el sermón nos hablaban de unas palabras del Credo dichas por lo general al tun-tún:"creo en la comunión de los santos". Lógico era pensar que el Credo se refería a que los santos, para serlo, debían haber comulgado en vida. Hasta que alguien te explica alguna vez, generalmente en algún sermón de la misa del 1 de noviembre, que la comunión de los santos es una manera de decir que la muerte no establece dos reinos separados, que vivos y muertos son miembros de la Iglesia (exceptuando los ya condenados por sentencia firme e inapelable a la pena de infierno, que se supone que optaron libremente de desterrarse de esa comunión) y que por tanto no es sólo por piedad y desesperación por lo que podemos creer que seguimos unidos a los que se fueron.
Pero también recuerdo la explicación de mi padre. Yo tendría 16 años; quizás habría ido a la misa de 1 en San Pablo (una iglesia de piedra dorada, arcos queriendo ser góticos y rejas elegantísimas), estaríamos comiendo, mis hermanos estudiaban ya fuera, en la Universidad: "lo que hoy celebramos es la fiesta de los mejores", dijo. Y luego dijo, más o menos literalmente, que había muy distintos y variados mejores: unos por disciplina y tesón, otros por ímpetu y gracia, otros por inteligencia bien aplicada, otros por generosidad. Cada cual, decía, debe algún saber cómo podría ser el mejor en que uno podría convertirse, y para eso teníamos muchos modelos. No se trataba de una imitación, sino de una contemplación, interpreto ahora. No era seguir el camino de San Agustín o el de San Ignacio, el de San Pedro o el de San Pablo, el de San Francisco o Santo Domingo, sino conocerlos, saber por qué fueron declarados "mejores", por qué, después de muertos, decidimos (decidió la Iglesia) proponerlos como referencia.
Tiene sentido el dogma de la comunión de los santos. También tiene sentido, fuera incluso del Credo, saber distinguir a los mejores y ser capaces de decir por qué.
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