Los olores -los buenos y los malos- tienen un poder de evocación no inferior al de la música. Quizás el olfato es un sentido más primario que la vista y el tacto, y por eso las sensaciones adheridas a un aroma se guardan en capas más profundas del archivo de la memoria. Estoy seguro de que no siempre nos damos cuenta: sin saber por qué, nos recorre de pronto una ráfaga de evocación punzante, aguda, nítida, y buscamos explicaciones en una asociación o en un pensamiento, cuando quizás se trata de un olor.
Guardo en el cuarto de baño de la casa de mi madre un frasco de after shave "Williams" al que le quedan apenas unas gotas. Pero cada vez que voy lo abro sabiendo lo que va a pasar: inmediatamente "estoy" en el mes de junio de primero de carrera, mientras preparaba exámenes finales de Derecho romano o de Historia del Derecho: los amigos de entonces, las carpetas azules de apuntes, la chica que me gustaba entonces aunque no me decidiera a decírselo, los vencejos de aquél junio luminoso, una camisa blanca, el ambiente de entonces. Antes de abrir el frasco ya sé que voy a ir allí, me lo represento intelectualmente, como ahora mismo, meros recuerdos fríos, acaso con colores y detalles, pero sin presencia alguna, porque no "llego" hasta que huelo esas últimas gotas que no verteré nunca para no gastarlas del todo.
Siempre que paso cerca de Tordesillas o Valladolid, generalmente camino del norte, busco la desviación hacia San Miguel del Pino, ese pequeño pueblo junto al río Duero donde transcurrían mis veranos, allí donde está ambientada mi novela "Cuando siempre era verano". La casa de mis tíos estaba clausurada desde hacía años, pero en una de esas ocasiones mi fidelidad de no pasar jamás de largo fue premiada: encontré que la puerta estaba abierta, no puedo saber por qué razón. Entré como un intruso, como entra el desterrado que vuelve a un paraíso, como el hijo pródigo en la casa de su padre, seguramente preguntando si había alguien, y cuando me encontraba en el zaguán, fui alcanzado por una caravana de sensaciones, de sentimientos agolpados, la niñez de golpe en mi garganta, y no tuve más remedio que llorar: fue el olor de la casa, el olor a madera vieja y reseca por el sol, el olor de una familia y de una época que resistía allí, intacto, pese a que los muebles eran distintos, pese a que el tiempo se había escapado hacía años de los calendarios que todavía colgaban y la casa hacía tanto que no estaba habitada.
Hoy ha sido el olor del metro de Madrid. El metro de Madrid es la muerte de mi padre. Otro junio, 1978. Mi padre se debatía en su última enfermedad en la clínica "Puerta de Hierro" de Madrid. Varios fines de semana fui desde Granada a verlo. Me alojaba en casa de Antonio Parra, mi padrino, junto a la plaza de Olavide, y cada día hacía el trayecto en metro hasta Moncloa, desde donde partía el autobús de línea nº 82 que, atravesando la ciudad universitaria, y luego unos pinares, llevaba al hospital. El olor grasiento y subterráneo de engranajes, azulejos sucios y túneles infames que envolvía a una muchedumbre apresurada se quedó adherido en mi alma, asociado para siempre a aquella época: a las palabras "bazo", "fiebre", "sedado" y "plaquetas", al terrible contraste entre una vida (la mía) que iba subiendo escalones con ímpetu y otra que se estaba extinguiendo, a quedarme pensativo en el discurrir del itinerario aprendido de las estaciones (Bilbao-San Bernardo-Argüelles o viceversa) a la ida o a la vuelta del hospital luminoso y aséptico en el que casi nunca había buenas noticias, a las madrileñas del metro extrañamente guapas, urbanas, sugerentes, resueltas, inalcanzables, con un libro o una agenda, que nunca miraban a aquel universitario aprendiz de todo que llevaba dentro el drama de un padre moribundo. Es irremediable: cada vez que bajo al metro de Madrid, aunque los vagones sean otros, aunque todo esté un poco más limpio, aunque haya muchos más ecuatorianos, aunque las hijas de aquellas madrileñas estén pendientes del móvil y no de un libro, mi padre vuelve a morirse. Es el olor.
Por favor, Miguel: sigue escribiendo…
Me emociona leer tus palabras y que compartas esos sentimientos. Han pasado más de 18 años desde que mi padre falleció y no hay día que un objeto, un olor, un sonido, me lo traiga presente y se asomen lágrimas a mis ojos.Conforme pasan años, la muerte se hace más presente: fallecen amigos, antiguos novios o amantes, familiares, conocidos, y da la impresión de que, lejos de endurecerte porque a estas alturas sea más habitual ver los finales que los comienzos, te hacen una muesca en tu ser. Y luego, es verdad, desechas pensar en sufrimientos y enfermedades terribles que los asolaron, y te quedas con la parte de ellos que sigue contigo. Lo que te enseñaron, muchas veces sin pretenderlo, lo que sentimos, los buenos momentos antes que los malos. Y la sensación de que es el único ejercicio de nostalgia que quiero permitirme porque no me resulta estéril sino que me enriquece de algún modo.
Gracias