Salvo el caso de las personas muy ideologizadas, por lo general las razones de nuestro voto son azarosas y coyunturales: cada ciudadano tiene sus preferencias ideológicas, pero por lo general sabe que su ideología no encaja a la perfección en el molde de ninguna papeleta, y lo coherente sería el voto (me temo que) nulo por acumulación de un trocito de varias de ellas; y sobre todo sabe que no es la ideología lo que está en juego en cada uno de los procesos electorales. Porque lo que votamos no es liberalismo, socialismo, comunismo, cristianismo, lerrouxismo, carlismo ni nada que acabe en "ismo".
Un amigo me pone un buen ejemplo: me hace notar que se escucha mucho la palabra "socialistas", pero nunca la palabra "socialismo" en boca de los líderes del PSOE. Y es normal que así sea, porque la palabra "socialista" denota una identidad ligera, relativa a un partido, y puede tener muchos significados, mientras que el "socialismo" es una palabra mayor que obliga a explicar muchas cosas, que exige un esfuerzo intelectual para situarse a largo plazo ante problemas decisivos. Hace cuarenta años era más fácil: la gente defendía el comunismo, el socialismo, el franquismo o la democracia cristiana, y esas etiquetas tenían sentido electoral, generaban debates, pugnaban en asuntos trascendentales de organización social y política que estaban abiertos. Y por eso en las votaciones importaba mucho la ideología, de manera que el voto era algo parecido a un acto de afirmación, casi una devoción con cierto tono dramático, como si la entereza de la propia ideología dependiera del resultado electoral.
Yo creo que ahora no es así. En la decisión de voto influyen factores muy variados, y no pocos de ellos, fútiles, estéticos o puramente reactivos (votar para cambiar, para desalojar, para demostrar que aquí quien manda es el pueblo). Quizás es mejor así: se vota sin dramatismo. Cada vez más electores deciden su voto en la última semana, o en la misma jornada electoral, camino de las urnas. Puede que ello se deba a una cierta desideologización y banalización de la política, pero puede ser también que se deba a que tenemos la impresión de que la voluntad política tiene un papel modesto, porque la realidad y las inercias tienen más poder para marcar las agendas.
Es verdad que en algunos momentos hay más cosas en juego. Ahora lo está una manera de concebir España (no sólo en su aspecto territorial), como si estuviésemos adentrándonos en un periodo preconstitucional, y hay una pregunta importante sobre la mesa, que es la de hasta qué punto la población está dispuesta, o no, a cambios de orientación en políticas económicas que hasta hoy parecen blindadas por una dogmática que parece más cosa de la meteorología (lo que no depende de nosotros) que de la democracia (lo que sí depende de nosotros). También está en juego, desde luego, la importante cuestión de la subsistencia del PSOE como partido de referencia de la izquierda (o de la "no derecha"), que depende en buena parte del resultado de estas elecciones y de las decisiones que a partir del 26J tomen sus dirigentes: quizás sea éste uno de los aspectos más decisivos de esta convocatoria.
Siempre he pensado que la democracia tiene más o menos calidad en función de la calidad de la decisión de cada votante. Cuanto más voto cautivo, cuanto más voto incondicional, cuanto más voto inducido por la última ocurrencia de la campaña electoral, la democracia es más blanda y menos resistente a las élites. Por eso en tiempos de campaña, el ciudadano no debería tanto repetir los lemas que vienen de arriba, de su partido favorito, ni poner altavoces a los estribillos más simplones, sino poner algo de reflexión personal. Una reflexión centrada en lo que cada cual considere prioritario. Pero no es necesario contagiarse del dramatismo que suele querer inyectarse en época de campaña: esa reflexión no necesariamente ha de ser ideológica ni quedar encerrada en los "grandes relatos": es normal que votemos tendencias, que votemos giros o continuidad, o que lo hagamos para seleccionar equipos dirigentes, es decir, para elegir a quiénes preferimos en ese momento para pelearse con la realidad. Porque la realidad nos está esperando ahí, con sus tercas determinaciones que no entienden de lemas ni de poses.
Ya me parecía a mi… Eres de los míos, partido libertario!
Me pregunto si alguien que haya caído en la pobreza está en condiciones de votar con tranquilidad. Por otra parte, ¿qué grado de confianza ofrecen los diferentes partidos para que podamos vislumbrar hasta qué punto están dispuestos (o pueden) pelearse con la realidad?