Veraneábamos algunos amigos en Mallorca. Aquella mañana de agosto yo habría preferido quedarme en Can Faveta, una casa mallorquina de piedra clara rodeada por una finca de almendros con huerto, piscina y butacas para leer. Pero al final acepté acompañarlos para visitar una famosa cala. Creo que se llamaba Sa Calobra. La carretera era estrechísima y con muchas curvas, pero lo peor es que "agosto", es decir, miles y miles de turistas como nosotros con bermudas y gafas de sol, decidió ir a ver la cala. La fila de coches era desesperante, y cuando un autobús subía en sentido contrario había que apurar los márgenes hasta el borde del precipio. Al llegar, el problema era el aparcamiento. Al aparcar, el problema era dirigirse a la cala por un camino o sendero en el que todos los que antes iban en coche iban ahora en fila india. Llegamos a la cala de aguas cristalinas, pero apenas podíamos hacer nada más que verla de lejos, porque el panorama se parecía al de una manifestación, o a la salida de un estadio después de un partido importante.
De repente, un velero apareció detrás de unas rocas. Blanco, elegante, silencioso. Parecía una ave mitológica irrumpiendo en una escena de Fellini, como aquél pavo real desplegando la cola en la nieve de Amarcord. Avanzó hacia el medio de la cala, y allí fondeó. Yo sudaba, rodeado de humanidad en agosto, quizás comía un bocadillo y bebía una cerveza caliente. En el velero había dos chicos y dos chicas. Ellas estaban tumbadas con una copa de champán en la mano: tenía y tengo buena vista de lejos. En un momento se incorporaron. Estaban desnudas, se dieron un chapuzón como dos sirenas o dos delfines de color carne, volvieron a subir al velero, y cuando nosotros nos volvíamos para buscar en fila india el aparcamiento donde ardía el coche que en fila india nos subiría la cuesta retorcida de la cala, el velero desplegó velas y parecía dirigirse a la siguiente cala.
Me sentí en el lado equivocado. No sé por qué me he acordado de aquella escena en esta mañana de trabajo y cielo gris plomizo de primavera tímida.
Por cierto, acabo de leer que Obama ha dicho a Gadafi que está "en el lado equivocado de la historia". Así que empiezo a dudar, porque yo diría que en mi pequeña historia de Mallorca Gadafi más bien iría cómodo en el velero, y no sudoroso entre las turbas.