Doy con el dedo a la pantalla hacia arriba y remonta una larga conversación hacia donde el Whatsapp me deja. La veo en alguna fotografía, la oigo en algún mensaje de audio, leo la delicadeza de sus felicitaciones, sus invitaciones o sus agradecimientos y la elegancia de su trato.
Sigo subiendo y, más arriba del duro corte de diciembre, en que se paró el pulso, vuelve el tiempo en que no había enfermedad, y llega el verano pasado: Inma está en Heidelberg con su hijo Juan, y yo le devuelvo una foto de Lahenna, en Estonia. Más arriba, es decir, un poco antes, una sesión de cine al aire libre, un par de artículos para considerar, su comentario sobre una conferencia, un mediodía al sol con amigos, y hasta una receta de cocina. La vida que transcurre. Entre amigos. Seguro que, como yo, esta noche, muchos amigos están revisando las últimas conversaciones con ella en sus teléfonos.
Fuera de Whatsapp los recuerdos no van en línea. Se mezclan, enredan y confunden, como fotografías y notas de papel sueltas en un cajón sin ordenar. En esas instantáneas Inma está casi siempre rodeada de amigos: de Agustín, con quien compartió libertad, igualdad y fraternidad, amor y familia, desde aquel 14 de julio de hace 35 años en que sellaron su revolución. De su hermana Vito. De sus compañeros en aquel prodigioso grupo de alumnos de la facultad a finalísimos de los 80, en el que unos se potenciaban a otros en un lujo de excelencia no programada. Hay terrazas y cumpleaños, pero también cruces de clase en los pasillos, congresos o seminarios. Y las no pocas veces en que le he consultado, cuando algún concepto jurídico-penal requería más precisión que la que ofrecía una búsqueda jurisprudencial y hacía falta una ventana para salir del laberinto al que me llevaba el caso. Se lo tomaba en serio, y por tanto me ponía más difícil todavía la solución del caso o su motivación: cuando la sentencia ya estaba escrita, ella todavía seguía afinando el argumento o introduciendo objeciones. Y es que saber es no conformarse con lo primero que se piensa.
El cursor se aposta, intermitente, en el cuadro de diálogo, debajo de un último “Hola Miguel, encantada, sobre las 19:00”. Yo le había preguntado si podíamos hablar. De eso hace poco más de un mes. Por entonces todavía había esperanza, y de eso trató la conversación. Desde entonces la esperanza se aturdió, o se fue de vacaciones. Y no quiere el cursor que aquel rato que tuvimos el 8 de julio a las 19:00 sea la última línea de la conversación. Por eso está esperando que desafíe la distancia entre las dos orillas y escriba un “Hola Inma”. O un adiós.
Dejaré revuelto el cajón de los recuerdos compartidos con Inma. No voy a ordenarlos en un álbum. Será como desafiar al tiempo, que se empeña en decirme que se ha acabado. Seguirán apareciendo por sorpresa risas, palabras, temores, gestos, momentos, la vida que transcurre. Y seguramente seguirá siendo entre amigos.
¡Con que exacta precisión describes a nuestra Inma, querido Miguel! Aunque no ordenas los recuerdos, nos ayudas a mantenerlos en los cajones de nuestra mente. Muchísimas gracias.