En la ciudad, también en ésta, confluyen los que se sienten dentro de todas las cosas, ciudadanos con derechos y dinero en el bolsillo, y los que desde fueran pugnan por llenar un cubilete. Ya sé que detrás de esas mujeres hay mafias espantosas que las extorsionan y esclavizan, como detrás de las prostitutas que han sido compradas en Rumanía y no saben nada de lo que rodea a la esquina en la que la han colocado, ni acaso cómo se llama la ciudad. Los capos de esas mafias son el reverso de los jefes de empresa que bordean las leyes, por dentro, para incrementar su cuota de mercado. Unos desde dentro y otros desde fuera, unos con extraordinarios establecimientos y otros con tenderetes o sin ellos, unos protegidos por la policía y otros escapando de ella, todos pugnando en este inmenso mercadillo en el que no paramos de soltar monedas: diez euros para la Galeria de los Uffici, quince en la trattoria, doce en el quiosco de souvenirs, unos céntimos en el cubilete... Una abrumadora legión de ciudadanos (los funcionarios, los empleados por cuenta ajena) no hemos vendido nada en nuestra vida, no tenemos cuenta de resultados sino un sueldo fijo a fin de mes, ni tampoco hemos pedido dinero por caridad, salvo quizás algún préstamo a los parientes. Hasta ahora éramos el centro de referencia, el ciudadano medio. Pero no estamos solos. Hay otra legión cada vez más numerosa pendiente de nuestro bolsillo que ya no espera en los mostradores de antaño, sino que por la noche estudia cómo abordarnos a la mañana siguiente.
Ellos también existen. Estás contemplando la cúpula de Brunneleschi o la Puerta del Paraíso al lado de un grupo de japoneses, de una pareja noruega y tres españoles con mochila, y con toda seguridad una mujer cetrina vestida con faldones vistosos y sucios, probablemente albanesa, te enseña una fotografía mugrienta de dos niños pequeños y agita el cubilete pidiéndote al menos veinte céntimos. Acabas de salir del ambiente refinado de la exposición del Palazzo Strozzi, donde te has sentido europeo y legatario de una maravillosa historia de arte y cultura, y ves un manco en la acera con una pancarta y otro cubilete. O un caballero con olor a sudor viejo y alcohol reciente que mira atentamente el bolso de una señora mientras ésta contempla los zapatos de piel del escaparate.
¿Nunca se organizó esto de otro modo?
Me gusta la gente que sabe mirar (todo).
Híbridos de la cultura urbana, somos seres de mundos diversos, supongo que siempre ha sido así en las grandes ciudades.
Cada vez disfruto más lejos de ellas