No hay dos días más alejados que el último del verano y el primero del otoño. Son contiguos, pero se dan ostensiblemente la espalda. El último día de un verano aún recuerda a su primavera; el primer día de un otoño se ha olvidado del verano. Da igual qué fecha le pongamos: es entonces cuando la produce la gran ruptura del año. Desde que el aire limpio, húmedo y fresco invade definitivamente la ciudad, el tiempo no sabe mirar atrás, y sólo mira hacia adelante: hacia el próximo verano. No, en otoño no muere nada: está naciendo. El verano es la plenitud, es la eternidad, y ésta nunca puede agonizar. No hay otoños para el verano. El verano no muere, sino que se retira, se guarda, se empaqueta, emigra, hasta el próximo episodio de esa eternidad. No se somete a la humillación del declive, ni envejece jamás. Apenas llega el otoño, después de la bronca disputa de las tardes de gota fría y nubosidad de evolución diurna, ya no hay ningún rastro del verano. ¿Dónde está? Da igual que vuelvan días de calor, o que no hayas guardado aún el pantalón corto: ya es calor terminal, de otoño, un calor desubicado, torpe, impertinente. El verano no se deja vencer y enterrar: desaparece.
Por eso los años, como los cursos, comienzan en septiembre. Enero es un invento del calendario. El otoño es un volver a empezar, después de haberlo gastado todo.
Feliz año nuevo.
Me flipa. Feliz año nuevo tb para ti.
¡Qué ruina! La vida en la epidermis no tiene más atención que lo extensivo del almanaque: viento, lluvia, frio y calor, los cuatro elementos que asimismo definen el ope legis del imperio del poder absoluto de esa jauría que descubre el libro de Miguel Angel Torres.
El misterio del abismo de lo discontinuo; el intersticio poético de dos espaldas juntas pero alejadas. Aquí no hay padre, ni hijo, ni pájaro que los una, sino un otoño con altzheimer y un verano pedófilo de primaveras prepubescentes.
Es el éxtasis redivivo de Doña Teresa Sánchez de Cepeda Dávila y Ahumada, de brazos incorruptos que no mueren, se guardan, se empaquetan en decorosas vitrinas y emigra paseando eternamente por los campos de España, sin humillación declinante, ni envejecimiento jamás.
¡Qué belleza poética! para una vida sin más sentido ideológico que la percepción de las manifestaciones de un movimiento eterno que pasa sin pasar reivindicando ahora un calendario de ascendencia egipcia que quiere empezar el año el primero de Ajet; en Dyehuty; en 29 de agosto.
Pobre Santa Teresa, de calendario gregoriano, que al cabo de varios siglos de perpetuidad le feliciten el año nuevo en septiembre como lo hacían muchos siglos antes de su eternidad los embalsamados de babilonia. ¡No hay derecho!
El orden de la eternidad no conoce de cambios, mucho menos de alteraciones de veraneantes sin fondos en la tarjeta Visa de la España Caní. Ninguna eternidad conoce de irregularidades, porque toda eternidad es un muermo absoluto.
Es el Imperio del deseo inmóvil, el de control absoluto del todo; sin movimiento, sin cambio, ni alteración. No hay acontecimientos; no hay flujo; no hay creación; no hay armonía, sólo la poesía del otoño momificado.
¡¡¡¡ En la eternidad no hay calendarios… !!!!
¡Mulgere Hircum!