Una de las más importantes causas de corrupción política es la burbuja electoral. Cuando la política baja de tono y pierde la vocación de transformar la vida social, los partidos aspirantes al poder necesitan inflar la burbuja emotiva de las campañas electorales. Y esa omnipresencia social durante los quince o veinte días de campaña cuesta mucho dinero. Ahí está uno de los principales reproches que puede hacerse a los grandes partidos españoles: el desproporcionado apoyo obtenido por PP, PSOE frente a sus competidores se basó en un primer momento en la ocupación de los espacios del centro político, cabalgando sobre la lógica simple y primaria del bipartidismo y del voto útil, y se consolidó después gracias a la desigualdad de oportunidades electorales motivada por el enorme presupuesto dedicado a sus campañas.
El enriquecimiento personal y torticero de "políticos" es escandaloso y moralmente desazonador, pero la financiación irregular de los partidos, aunque la gente la dé por descontada y cueste más introducirla por la puerta de un Juzgado, es mucho más grave, porque comporta una radical adulteración de la democracia. Una sociedad tiene derecho a decidir que una parte de los impuestos se dedique a financiar las fábricas de la política, como alguien llamó una vez a los partidos. Pero cuando esos recursos públicos (los legales y los arrebatados en forma de comisiones y favores a cambio de contratos públicos) se destinan principalmente a consolidar o incrementar el patrimonio de cargos públicos a repartir entre sus miembros, entonces es fácil que la sociedad les vuelva la cara y comience a mirarlos como estructuras privadas que persiguen su beneficio, y no la rentabilidad social o el servicio público.
La democracia plural necesita partidos bien estructurados. Pero da toda la impresión de que vienen tiempos en que la burbuja electoral quede tan pinchada como tantas otras burbujas que hemos alimentado imprudentemente. Quizás entonces sea el momento en que los partidos se convenzan de que el terreno de la competencia va a dejar de ser el márketing y el consejo de los sociólogos, y pase a ser de nuevo justamente la política.
Menos carteles electorales y más proyectos transformadores de la realidad. Menos eslóganes, menos control de los canales de publicidad política, y más "fábrica de política". Ese sería el mejor resultado esperable del hartazgo popular frente a los incesantes episodios de corrupción que nos sobresaltan cada semana. Elaborar propuestas políticas y someterlas a los ciudadanos en las elecciones requiere financiación, pero mucho más modesta que la necesaria para compensar con publicidad emotiva tanta oquedad de ideas.
El modelo de la corrupción política está acabado. Para tomar posiciones en el futuro no serán precisos muchos créditos bancarios. Hacen falta ideas políticas, compromisos nítidos, diferenciación de propuestas, candidatos solventes y una nueva credibilidad. Y eso requiere más gente, pero menos dinero, y por tanto menos corrupción, que el actual sistema asentado en la gran propaganda.
by Ernesto L. Mena
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