Rajoy tiene razón: nada hay más injusto que generalizar. Se refiere a la acusación de corrupción política. Y es verdad: cuando se generaliza, el corrupto se siente protegido por el barullo, en vez de sentirse señalado. Y eso es injusto, porque no pone al culpable frente al espejo de su deshonestidad, y porque impide a los perjudicados (los ciudadanos) poner cara a quien les defrauda. El sistema no tiene cara y produce cansacio combatirlo.
¿Corruptos? Pero, ¿quiénes son los corruptos?
Hay corruptos por decisión, que entran (o siguen) en política con la intención decidida de enriquecerse y hacen lo posible por conseguirlo. Luego están los corruptos por invitación, que vieron en la política una actividad interesante y se topan con ocasiones en las que se les pone en bandeja un favor sin que su conciencia, acaso adormecida, le alerte de que está aprovechando su cargo para enriquecerse a costa de dinero público. Por último están el cómplice y el encubridor, que tienen noticia de prácticas de corrupción y no las impiden ni las denuncian por pusilanimidad o por un sentido desmesurado de la lealtad al partido o al compañero.
Además de los corruptos, está la corrupción en sí misma como modo normal de funcionamiento. Los ciudadanos tenemos sospechas (no para condenar, pero sí al menos para someter a juicio) de que durante muchos años los partidos políticos han mantenido prácticas opacas de financiación de sus campañas, sus cargos y sus actividades; los empresarios han aceptado la lógica del maletín en la contratación pública; y todo el mundo da por descontado (hasta se presume de ello) que tener influencias y relaciones con quienes toman decisiones públicas puede ser motivo de favor, por más que la ley se desgañite proclamando los principio de mérito y capacidad: en la adjudicación de subvenciones, en la selección de personal, en la creación de empresas satélites de la Administración con poco más capital inicial que la información privilegiada o la promesa de un contrato.
Hay, pues, una corrupción viscosa que pringa y tiende a generalizar, porque es sistémica. Y luego están los episodios individuales de corrupción.
Generalizar es injusto, pero esa injusticia sólo tiene un remedio: por un lado, el reconocimiento expreso de la culpa colectiva (sistémica), la identificación de sus causas, y el establecimiento de remedios contundentes; por otro lado, que los políticos honestos se den cuenta de una vez de su obligación de denunciar a los compañeros deshonestos.
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