Las influencias son un activo en el patrimonio de empresas y familias. Se compran. También se venden: ahí están los conseguidores, que median entre el que quiere algo y que puede darlo, y cobran la mediación. Se presume de tener buenas relaciones, igual que se presume del prestigio o del patrimonio. Hay gente para la que ponerse en cola y pasar por la ventanilla de todos parece una derrota. En lo privado es regla de funcionamiento: cartas de recomendación, informes favorables, mira a ver si puedes meter a mi hijo en tu despacho, dile que se presente mañana a las nueve. En lo público está prohibido: ahí está el delito de tráfico de influencias, es decir, cobrar por influir: llevar al mercado las influencias que se tienen. Es una perversión, pero los asuntos que saltan de vez en cuando no son anecdóticos: sabemos que son también, por desgracia, un modo de funcionamiento demasiado normal.
La paradoja es que los enchufes y las influencias en lo público son tan denostadas desde fuera (desde el que pierde) como comprendidas desde dentro (desde el que da o el que recibe): se contemplan como un gesto de amistad, de buena persona. Quienes dicen "no" a lo que un primo o un amigo les piden y los mandan a la cola, ponen en riesgo su amistad o su parentesco, porque "¿qué se ha creído este?": pasa a ser un desagradecido, un soberbio, o un escrupuloso estúpido.
Urdangarín es la punta del iceberg. Es un mapa, a gran escala, de miles de actuaciones públicas que se repiten a pequeña escala cada día en el ámbito de las Administraciones. No me refiero ya a los políticos: también a los profesores, a los médicos que tienen que certificar, a los miembros de tribunales de oposiciones, a los jefes de negociado municipales.
Lo terrible es que todavía encuentro a gente que, en conversaciones privadas, presume de estar donde está gracias a alguien importante, como si conseguirlo gracias al contacto tuviese más gloria social que ganar una oposición. Este país no se normalizará, no abandonará los inveterados usos franquistas, mientras eso no sea un pecado que haya que ocultar a toda costa. como se tapan las vergüenzas.
Propongo una batalla moral contra el poder de las influencias. El principio de mérito y capacidad es la razón de la decencia, el estandarte de la igualdad de oportunidades, la seña de identidad de una ética civil bien fundamentada. Así me lo enseñaron, y así lo he creído firmemente toda mi vida. Todavía recuerdo con regocijo la lista de "personas recomendadas" que un profesor de la Facultad de Derecho de Granada hizo pública, en el tablón de anuncios, en una ocasión.
Cada vez que un estudiante tenaz o un opositor disciplinado logra una plaza de funcionario es un gran triunfo del Estado de derecho. Cada vez que se prefiere a alguien por las influencias, es un caso de corrupción que debería ser perseguido por lo civil y por lo penal. Para mí es una de las más graves corrupciones, porque con el enchufe se privatiza una decisión pública, se malversa un bien público. Ojalá llegue el día en que quien pide un favor lde ese tipo o haga avergonzado.
Prefiero no pensar que pasaría si todos tuviésemos acceso directo a las influencias y a los favores de cualquier tipo ¿quedaría alguien a salvo?
bss
Unos más a salvo que otros, Claudia. No se trata de aspirar a la virginidad total, pero sí de no prostituirse. No es lo mismo mucho que poco. Creo que en esto y en otras muchas cosas sí se puede tirar la primera piedra aunque no se esté del todo libre de culpa sin incurrir en la hipocresía.
Te agradezco tus saludos en forma de comentario.