[Artículo publicado en la revista CTXT el 14/02/2016, puedes leerlo en su formato original aquí.]
Si la libertad de expresión no queda protegida frente a voluntarismos judiciales y a interpretaciones imprevisibles, queda definitivamente herida
Los peores inquisidores son los que no sufren, sino que disfrutan con el pecado ajeno; los que necesitan encontrar motivos para rasgarse las vestiduras; los que buscan denodadamente el error y el escándalo ajenos para demostrar su virtud; los que se desinteresan por los yacimientos de oro, porque lo suyo es hurgar en los estercoleros y en los contenedores de reciclaje para solazarse con hallazgos malolientes; los carroñeros que se alimentan del detritus para mantenerse en la ideología de la pureza; los que, como el fariseo de la parábola, dan gracias a Dios por “no ser como los otros hombres” (Lc 8, 9-14).
Sin duda, el personaje principal del Auto de Fe relativo a los tuits del concejal Zapata, el que debería pasar a la historia (de la infamia) no es el concejal, sino alguien de quien no conocemos su identidad: el inquisidor. Alguien, algún día, quizás por encargo, se dedicó a excavar en los sótanos de la lista de tuits de este concejal (seguramente de algunos más); alguien encontró esos “tesoros” enterrados debajo de otros muchos (imagino que llevaría al menos una tarde de trabajo, no sé si remunerado); alguien se frotó las manos, y los comunicó a otro alguien, que gritó “eureka”, porque ya tenía algo con lo que generar una noticia para alimentar un objetivo diseñado no se sabe dónde ni por quién: denostar a un rival político (probablemente no al hasta entonces desconocido Guillermo Zapata, sino a quien lo designó como concejal) por el procedimiento de levantar una ola de indignación y escándalo, poco proclive, por naturaleza, a detenerse ante complicadas excusas y matices sobre el contexto o la intención. Y así, unos chistes que, precisamente por ser inadmisibles se habían puesto como ejemplo de hasta dónde puede llegar la osadía del humor, y que estuvieron expuestos apenas unos minutos en las pantallas de quienes habían decidido seguir en Twitter a Zapata cuando sólo lo conocían sus amigos (ya saben que la bandeja de Twitter va muy rápida), son rescatados de la papelera donde se hallaban olvidados y son exhumados, aireados y exhibidos triunfalmente como prueba de culpabilidad por un daño que, si alguien ha podido sufrir, habrá sido sólo por la publicidad que les dio el inquisidor, pues hasta que su mirada no se detuvo en ellos no habían pasado del ámbito de una charla entre amigos. Es obvio que no se trataba de encontrar al culpable desconocido de un daño cierto, sino de encontrar un daño, un error, una mancha, porque el guión exigía un culpable de algo: de cualquier cosa que pudiera merecer que alguien se rasgase las vestiduras. Por ejemplo, de ensalzar el terrorismo y el genocidio. O, como pontificó A. Elorza en un artículo que me cuesta olvidar (“El discurso del odio”, El País, 15 junio 2015), de hacer nada más y nada menos que un “llamamiento a la tortura y a la muerte”. Imagino cómo se quedaría G. Zapata al comprobar la magnitud de su maldad.
El resto seguro que no lo han olvidado: el inquisidor logra llevar a titulares de prensa su maloliente trofeo porque lo que pretende es justamente que “duela”, y el fiscal, movido por la inducida alarma social, presenta querella; el juez Pedraz la archiva; la Sala de la Audiencia Nacional le ordena reabrir el caso, porque no puede juzgar la intención del imputado sin oírle; el juez instructor vuelve a archivarla después de oír la declaración de Zapata; el Ministerio Fiscal queda conforme con el archivo (es decir, no ve delito alguno), pero dos inquisiciones privadas (con el título de acusación popular) recurren, y la Sala vuelve a ordenarle al juez reabrir el caso por un argumento procesal que constituye un repentino cambio de criterio respecto del seguido por la misma Sala en un supuesto anterior reciente (el caso de los vuelos de la CIA) sobre la posibilidad o no del instructor de descartar que exista el elemento intencional necesario para que la conducta sea delito (entonces dijo que sí, ahora dice que no), aunque en esta segunda ocasión uno de los tres magistrados (D. José Ricardo de Prada) suscribe un voto particular demoledor que debería estudiarse en las asignaturas de Derecho procesal, Derecho penal y Derecho constitucional (el auto y el voto particular pueden encontrarse aquí), hasta que finalmente el juez instructor, en cumplimiento del mandato de la Sala de apelación, acuerda continuar la causa.
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Pero me gustaría no centrar esta reflexión en la suerte procesal del concejal Zapata, pese a que su imputación haya culminado una semana horribilis que comenzó con dos titiriteros en la cárcel, siguió con un duro escrito de acusación del fiscal contra César Strawberry (asunto cuyos detalles no conozco), continuó con la investigación policial (¡por injurias!) por un video de rap de otros artistas granadinos --cuyo pegadizo estribillo es “¿de qué sirven los maderos si no es para hacer fuego?”--, y concluyó con el obligado auto de continuación de la causa contra Zapata (aunque para él la semana aún habría de traer otra sorpresa, en un titular de primera página de un periódico digital que fue rectificado demasiado tarde).
Lo que me importa no es Zapata, sino el dedo acusador, los inquisidores, y de paso, empleando las duras palabras del voto particular del magistrado Sr. De Prada, una “justicia sectaria” que suplanta, con un “sesgo político o ideológico” determinado, la capacidad de la sociedad para “gestionar la diferencia, la disidencia y la heterodoxia” (esto es lo importante). Lo que se concreta en una exacerbación periodística, policial y judicial de algunas figuras delictivas que o bien reciben una interpretación estrechamente ceñida al verdadero bien jurídico que han de preservar (que no es la decencia, sino la lucha contra el terrorismo), o se convierten en una aparatosa y ruidosa distorsión del derecho fundamental a la libertad de expresión, expuesta al albur de la sensibilidad ideológica de los juzgadores a los que se turne el asunto.
Aquí es exactamente donde está el problema, porque si la libertad de expresión no queda protegida frente a voluntarismos judiciales y a interpretaciones imprevisibles, entonces queda definitivamente herida; y no me refiero sólo a la amenaza de sentencias condenatorias (que no van a producirse), sino también a la incoación y prolongación de procesos penales, porque como también dice el Sr. De Prada en su voto particular, “el mantenimiento innecesario del propio proceso penal supone un factor de censura y una traba evidente a la libertad de expresión”.
Cuando una norma penal conduce a resultados incomprensibles para buena parte de la sociedad y discutibles para la mayoría de los expertos, entonces el problema deja de ser propiamente judicial (y por tanto anecdótico), para convertirse en político, es decir, parlamentario. Es importante no creer que el problema está en quiénes y cómo son los jueces, porque eso sólo conduce a bucles y laberintos sin salida. Las normas penales no son propiedad de quienes han de aplicarlas, sino del Parlamento, y si el Parlamento comprueba que determinadas interpretaciones posibles de una norma producen efectos indeseables, puede y debe derogarla o modificarla sin pedir permiso ni a jueces, ni a fiscales ni a policías. La regulación de los delitos no cae del cielo o del Derecho natural, sino que brota de una decisión parlamentaria, y la voluntad parlamentaria está por encima de las interpretaciones judiciales de una norma, de manera que si un precepto del código penal provoca las disfunciones que hemos visto esta semana, ¿no es el momento de que el legislador modifique el precepto y lo redacte de manera tal que resulten imposibles imputaciones tan injustificadas y perturbadoras? No tengo duda de que existe en la actualidad una mayoría parlamentaria más que suficiente para ello, por lo que sólo es cuestión de voluntad política.
Estamos hablando, en lo sustancial, del artículo 578 del código penal, que considera delito (con penas de prisión de hasta tres años, después de la reforma del año pasado) el “enaltecimiento o la justificación por cualquier medio de expresión pública o difusión” de los delitos de terrorismo “o de quienes hayan participado en su ejecución”, así como la “realización de actos que entrañen desprecio, menosprecio o humillación de las víctimas de los delitos terroristas o de sus familiares”. Entiendo que habría un amplio consenso según el cual esta norma tiene sentido si, pero sólo si, se interpreta en su sentido más estricto. Tiene sentido condenar “expresiones” o “actos” que directamente, y sin ningún equívoco posible, supongan un explícito aplauso a un atentado terrorista (más o menos actual, contemporáneo, no los que pudieran haber cometido Viriato o el cura Merino), o una jactancia pública deliberada del daño provocado por esos atentados (no podría poner ejemplos sin que me doliesen). Me refiero a conductas que permiten adscribir a su autor en la órbita del terrorismo aunque no haya ejecutado ningún atentado. Requieren algo más que insensibilidad o mal gusto: ha de apreciarse un dolo o voluntad específica de fortalecer la causa y los métodos terroristas, o de hacer sufrir doblemente a las víctimas. El problema es que los términos empleados para describir esas conductas filoterroristas son palabras cargadas por el diablo, porque permiten disparos hacia dianas equivocadas en las que sólo hay zafiedad, sarcasmo, risa floja, bobaliconería, trivialización de cosas graves, provocación, heterodoxia, o, lo que es peor, un malentendido minuciosamente construido por el inquisidor (como, en mi opinión, ocurrió con los titiriteros y con Zapata). ¿Por qué, entonces, no convertir en letra de ley la interpretación más ajustada de ese delito?
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Todavía más. Este artículo, que en su día pudo servir eficazmente para un abordaje del entorno etarra (es decir, los no terroristas que procuraban cobertura social al terrorismo), se torna en un instrumento peligroso de confrontación entre “nosotros”, es decir, entre gentes que de ninguna manera se sintieron en el lado de los verdugos, sino en el de las víctimas (ya se llamen Miguel Ángel Blanco, Tomás y Valiente o Segundo Marey). En España estamos de nuevo en un momento de excesiva crispación y me da la impresión de que por alguna razón hay un interés en generar un ambiente de anormalidad y cercanía a no sé qué imaginarios precipicios. Y así, como si conviniera a algunos exagerar diferencias y amenazas, el recurso a la nítida frontera dibujada por el terrorismo (ellos contra todos, todos contra ellos) es tentador. Como si siguiéramos necesitando al monstruo para afirmar nuestra identidad. Podría ser simplona la conclusión de que se esté provocando interesadamente un juego de apariencias para que la atención del público no se centre demasiado en lo que por sí solo hiere los sentidos (la corrupción y la pobreza juntas). O quizás sea el vértigo por el posible hundimiento de una élite política y de algunas estructuras de poder: la normalidad de una alcaldía tan dignamente ganada por Manuela Carmena resulta, entonces, insoportable, y alguien ha decidido que es mejor buscar en la basura, agitar, provocar odios y alimentar miedos y convertir a España en el Callejón del Gato de Luces de Bohemia, antes que conformarse con perder limpiamente.
Ni Zapata ni los titiriteros van a ser condenados, pero los inquisidores (quien quiera que sean) sí han conseguido que “nosotros”, los que tan fácilmente nos pondríamos de acuerdo en buscar oro y despreciar el ruido y la escoria, nos enzarcemos en abruptas discusiones sobre quiénes de entre nosotros son galgos y quiénes podencos. Me temo que se trate de remover en el fango para discutir sobre pedigrís de pureza. Y me temo que la nueva inquisición añada a todos los defectos de la vieja un vicio peor: el de la mezquindad. Al menos aquellos creían estar defendiendo una ortodoxia: los inquisidores 2.0, más pequeñitos, sólo entienden de poder.
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