La desesperanza social y política en tiempo de crisis

Asociación Karl Rahner

Granada, 2 junio 2012.

 

El abatimiento social

 

 

Lo que nos pasa tiene un aire demasiado parecido a las tragedias griegas: cada semana que pasa caen, una a una, las barreras contra una misteriosa catástrofe que no sabemos bien en qué consiste, pero que parece irse aproximando ineluctablemente sobre nosotros. Cada dato hace olvidar los anteriores. Cada vaticinio va empleando adjetivos más graves. Cada vez que un ministro proclama que algo no pasará parece el pregón de lo que va a pasar.

 

Mientras tanto vivimos, trabajamos los que tenemos esa suerte, hablamos, nos reímos, llevamos a los niños al colegio. La crisis, como las sombras, avanza alargándose de forma discontínua, dejando espacios de sol en los que nos instalamos. Pero esas sombras alargadas existen: en las colas del INEM, en los embargos, en las carreteras dejadas a medio hacer, en las enormes promociones que se quedaron con las grúas congeladas y los pisos en esqueleto. En el incremento de gente en comedores sociales, en la llegada de nuevos inquilinos a las cárceles, en la masa de jóvenes suficientemente preparados que no saben qué hacer a las once y media de una mañana cualquiera, en los parados de cincuenta años que miran con aprehensión cómo mengua su cuenta corriente, en los viajes que no haremos este verano. En el miedo de los trabajadores de ser despedidos cualquier semana, en los locales de comercio cerrados, en los planes del matrimonio que tiene como ingresos una paga de profesor interino. La sombra avanzará pronto por hospitales más cicateros y aglomerados y colegios públicos menos felices, en la cifra de abandonos de la Universidad, en las casas de los padres que deberán rehabilitarse para acoger otra vez a los hijos de treinta años que se fueron hace diez. Y en los telediarios, en las tertulias de la radio, en los debates de televisión, en los que va cundiendo un clima de resignación y de abatimiento...

 

El optimismo es ya imposible. Quizás todavía queda una ocasión para la esperanza. Pero incluso ésta se está poniendo cada vez más difícil.

 

Lo que pretendo es describir, primero, la fuerte crisis de esperanza en la que estamos día a dia adentrándonos, y reflexionar después sobre las posibilidades de “esperanza a pesar de todo”, procurando huir de invocaciones genéricas, discursos bellos y utopías.

 

Vamos a ello.

 

 

El monstruo que viene.-

 

La esperanza social se debería seguir llamando “política”, porque la política es la esperanza de lo posible, la convocatoria a un esfuerzo compartido por perseguir objetivos sociales que merezcan la pena. Y, por la misma razón,  la desesperanza social se expresa como una profunda crisis política. Por crisis política no entiendo tensiones entre los partidos, dimisiones o cambios de mayorías, sino una tendencia visible en Europa que consiste en que la política sirve cada vez menos a cada vez más gente y, consiguientemente, la gente descree de las posibilidades de la política y busca alternativas. ¿Alternativas? No me refiero a una política alternativa (eso es el 15-M, y es política y fue esperanza), sino a una alternativa a la política. Una alternativa que no es de esperanza, sino que expresa desesperación. Me gustaría reflexionar sobre los dientes que está enseñando el monstruo que se nos puede venir encima si se profundiza la crisis de esperanza en la sociedad. Porque, por cierto, se ha hablado de crisis económica, de crisis democrática, de crisis moral, pero ya tenemos que hablar también de una crisis de esperanza.

 

El monstruo que se vé venir es una sociedad completamente y decididamente fragmentada, que ha renunciado a conseguir políticamente la igualdad como si eso fuera el ingenuo empeño del siglo pasado, que acepta en su seno la exclusión y la miseria como algo inevitable, que acabará confiando sólo en el orden público y la policía como instrumentos para apagar los conflictos sociales a falta de otras mediaciones, y que ya ni siquiera intenta legitimarse con políticas sociales. Es la aceptación de que no va a seguir siendo posible a aspirar al socialismo, o si lo preferís, para no emborronarnos de debates ideológicos mustios, que no va a ser posible un modelo social que se la juegue en la suerte de los últimos. Los últimos deberán rezar para que la riqueza de los primeros se expanda por obra y gracia del mercado libre. El monstruo es, en definitiva,  la orden desesperada del “sálvese quien pueda”. El monstruo es, también, el populismo que desprecia las mediaciones políticas y se deja alienar por el líder y la nación.

 

 

No me quiero poner tremendo. Ni mucho menos creo que todo está perdido. Ni siquiera creo que sea verdad que la generación de mis hijos vaya a vivir peor que la mía, aunque desde luego desde el punto de vista del dinero esto sí va a ser así. Pero sí creo que nuestra obligación debe ser ya, con cierta urgencia, la de estar vigilantes y poner el foco en algunas alarmas que nos están avisando de que alguna de las posibles salidas a la situación actual puede ser una salida absolutamente marcada por la injusticia, por la resignación y por el miedo. Eso es lo que temo: un pasada mañana en el que nuestra sociedad será mucho más injusta que antes de ayer, sin que la democracia haya podido evitarlo.

 

Pero vayamos poco a poco.

 

 

 

La dictadura de las consecuencias.

 

La inmensa mayoría de los ciudadanos estamos viviendo la crisis en el reino de las consecuencias. Los fenómenos sociales tienen sus causas y sus consecuencias, y hoy día los ciudadanos no es que no podamos intervenir en las causas, es que no sabemos dónde están. Es imposible percibir el hilo que une unas cosas y otras. Es como si todo pasara en una caverna, como la de Platón, que no sabemos dónde está, y nosotros fuéramos sombras entre las sombras. Protestamos, nos preocupamos, pero ni siquiera sabemos a quién protestar, porque todo parece enredado. Ni Zapatero fue antes el culpable de tanto desastre, ni Rajoy lo es hoy, es importante no apuntar mal. Sería demasiado fácil pensar que lo que está pasando ahora puede corregirse cambiando un Gobierno. Nos dan cifras en cada telediario, y nosotros las recibimos con resignación, como cuando un año llueve mucho y el hombre del tiempo nos dice que va a seguir lloviendo: nos queda abrir el paraguas, si todavía lo tenemos, pero a nadie se le ocurre protestarle a las nubes, porque ya vamos siendo conscientes de que el agua que traen viene del calor de los océanos. Es difícil, así, sentirse ciudadano. No tenemos capacidad de decisión, ni sabemos quién la tiene. Las instituciones no nos sirven para articular una respuesta o una defensa, sino sólo para verbalizar las consecuencias. El Boletín Oficial del Estado es el altavoz de lo que alguien dicta en la sombra. Rajoy sólo mueve los labios. Ni siquiera estoy seguro de que Merkel tenga mucha voz en este concierto. Tenemos una Constitución extraviada, porque el poder ya no está sujeto a ella, ha logrado escaparse por medio de una globalización que inventó Occidente para ganar territorio de conquista y de beneficio no sujeto a los costes sociales, fiscales y ecológicos de los Estados, y que se ha vuelto contra nosotros en forma de tigres asiáticos y tiburones financieros con nombre anglosajón, sin que podamos ya defendernos de ellos con aranceles.

 

La caverna donde suceden las cosas no está en el Gobierno, ni menos aún en el Parlamento. Nuestras instituciones van tomando decisiones sobre la marcha para simplemente adaptarse a las sombras, a las cifras, e intentan una explicación cuya única finalidad es, apenas, que no nos irritemos demasiado. Sin embargo, los grandes intereses sí saben dónde están las instituciones y cómo utilizarlas.

 

Mientras tanto, mucha gente lo está pasando muy mal. Muchos informes y estadísticas advierten de un grave incremento del número de personas que viven por debajo del umbral de la pobreza, se dice que una de cada cuatro, también se hace referencia al número de  familias con todos sus miembros en paro ,a las victimas de los desahucios y de aquellas que se ven abocadas a  vivir en la calle y en la estricta supervivencia.

 

Los datos de las agencias como Eurostat y otras agencias señalan que España ha alcanzado índices de disparidad en nivel de renta similares a los de los países más  desiguales y nos encontraremos ante un escenario insostenible. Si en otros tiempos los servicios públicos garantizaban un cierto nivel de cohesión social, los últimos recortes no hacen mas que agudizar el drama social ya existente. Todo esto es ya una realidad. La marea de la contracción económica ya ha llegado decididamente a las clases medias, que son las más asustadizas, las menos resistentes al miedo:  temen perder la propiedad de la casa, la propiedad del puesto de trabajo, los ahorros, la capacidad de seguir viviendo más o menos como hasta ahora. A las clases medias la crisis nos ha llegado en forma de deterioro de las pensiones, subida de impuestos y rebaja de sueldos y salarios. Pero muy cerca de nosotros hay un abismo mucho mayor: es el de la pérdida de la ciudadanía. Porque la ciudadanía está basada en un planteamiento del sentido de pertenencia que exige como condición imprescindible que ciertos derechos estén protegidos. Rígidamente protegidos. La clase media y pequeño burguesa sigue creyendo que la ciudadanía se la da la pequeña propiedad que ostenta (su casa, su coche, su nómina), y por eso se hace conservadora, porque teme perder lo que le da seguridad. Pero más allá de la propiedad, la ciudadanía se llama escuela, bachillerato, hospital, policía, vivienda y pensiones. Si eso se pierde, habrá millones de personas que dejen de sentirse ciudadanos y que se desinteresen del “pacto social”, es decir, de ese fundamento moral de la sociedad que justifica renuncias, límites, normas, impuestos.

 

 

Alguien ha dicho hace poco que el principal enemigo del capitalismo es el capitalismo puro. Es la tendencia suicida del capital compulsivo, del que ya habló en su día Carlos Marx, de quien estamos empezando a acordarnos otra vez, una vez que por fin nos hemos olvidado de la Unión Soviética. En la medida en que la búsqueda de beneficio en los mercados no se atempere con la democracia, con el bienestar y con la seguridad de las condiciones de vida de la gente, será percibido como un “enemigo extranjero” que nos coloniza extrayéndonos nuestra riqueza a cambio de cada vez menos. Es lo que está pasando en Grecia. Sin democracia, sin reparto, sin derechos de ciudadanía, el capitalismo no tiene ningún interés para los perdedores, y pierde su legitimidad. Al fin y al cabo, el “pacto social” puede explicarse del siguiente modo: dejamos que algunos sean propietarios de lo que es escaso y que operen en el mercado como empresarios con una importante capacidad de tomar decisiones,  a cambio de asegurar, fuera de la lógica de la propiedad, unos derechos y prestaciones de carácter universales. Permitimos la desigualdad económica a cambio de la seguridad de unos derechos iguales para todos.  Quiero decir con esto que más allá de la rebaja de salarios y la subida de impuestos a las clases medias, lo que sí supondría una quiebra del sistema sería una crisis de las pensiones, una crisis de la sanidad pública, un deterioro de la calidad de las condiciones de trabajo o una crisis de la educación pública. Ese pienso que sería el gran fracaso del capitalismo, porque desde hace tiempo comprendí que el socialismo no se entiende sino como un subproducto del capitalismo que podía llegar a moralizarlo y a legitimarlo.

 

Mucha, mucha gente en Europa lo está empezando a pasar mal, y sobre todo está empezando a percibir que no todos viajamos en el mismo barco. Unos están a salvo, y otros no. Es imposible no irritarse al ver que para salvar un Banco hace falta emplear fondos públicos que dejan de dedicarse a sanidad, escuela y pensiones, mientras se descubre que sus directivos cobraron o cobrarán millones de euros en el periodo en el que estuvieron al frente, a lo que se añade una pensión o indemnización por cese aún más millonaria. No es una simple anécdota, es un síntoma de que algo estaba mal. Si a eso se añade un clima y un discurso que continuamente quiere hacernos ver que lo que considerábamos mejor de nuestro modelo de sociedad es sencillamente insostenible, un lujo excesivo que sólo puede disfrutarse en tiempos de crecimiento y bonanza, entonces es cuando el terreno queda preparado para una profunda crisis de esperanza, porque lo que nos proponen como proyecto es perder algo que parecía conquistado, y no conquistar algo que parecía posible.

 

 

Sálvese quien pueda

 

Las crisis de escasez ponen a prueba la entereza de la solidaridad. Cuando la barrera del dentro y fuera va acercándose hacia nosotros, todos queremos quedarnos dentro: es natural. El Alcalde de Badalona sigue ganando votos con su discurso de que si no hay para todos, primero habrá que atender socialmente a “los nuestros”, a los de aquí. Cameron ya está pensando en cerrar sus fronteras a los ciudadanos de la UE si la crisis se agudiza aún más.  Hacemos cálculos sobre lo que tenemos y lo que guardamos como colchón de seguridad. El discurso oficial nos advierte de desregulaciones, de flexibilidad y de inseguridad: se acabó el trabajo para siempre y la impresión de que todo va a ir a mejor. Y la gente, por lo general, reacciona con la lógica del “sálvese quien pueda”. Adiós sindicatos, adiós movilizaciones sociales en defensa de lo de público, de lo de todos: lo urgente es salvar lo que uno todavía conserva. Esta acabaría siendo la peor de las derrotas. La mayor desesperanza social es no tener más esperanza que la de caer en el lado de los afortunados: puesto que el barco va a hundirse, pillar sitio en un bote salvavidas. La esperanza consiste justamente en lo contrario que la expectativa de un golpe de suerte: consiste en tener la confianza de que la voluntad personal y colectiva puede orientar el rumbo en la dirección más adecuada.

 

Sálvese quien pueda. Hace décadas los thinks- thanks de las cavernas liberales de Estados Unidos  propusieron una derrota ideológica de lo que los americanos llaman socialismo, y que no es sino el modelo social europeo marcado por el maridaje de la democracia cristiana y la socialdemocracia postmarxista. Para ellos, lo que hoy todavía acepta hasta el mismo Rajoy, lo que refleja el programa electoral que presentó el Partido Popular, es puro socialismo, y están empeñados desde hace tiempo en combatirlo ideológicamente. Y bien que lo han conseguido. Su instrumento ha sido la globalización de los mercados, que ha dejado sin cometido a las pesadas estructuras estatales, pensadas para guardar equilibrios sociales internos que se escapan por la ventana de la deslocalización y de la entrada de productos baratos por su fabricación sin apenas costes laborales, ecológicos o fiscales. En la última década hemos oído más que nunca eso de que la subvención conduce a la parálisis, la discriminación positiva es un privilegio ineficiente, la fiscalidad una detracción de recursos de las manos eficientes hacia las manos muertas de lo público, y la mejor política social es la que no existe, porque ya se encargan los flujos del mercado de generar la riqueza que por su naturaleza habrá de expandirse hasta los confines de la sociedad. Eficiencia, productividad y competitividad son el único método eficaz, dicen, para alcanzar la felicidad. Hemos llegado a creérnoslo como método social y político. Es verdad que la corrupción política y cierto gasto desaprensivo y poco cuidadoso en la gestión de lo público ayudó sobremanera a denostar las políticas públicas y los impuestos: la gente perdona más al empresario usurero que al político con tarjeta oro. El darwinismo social, que consiste en abandonar a su suerte a los débiles y peor dotados para así mejorar la especie del homo aeconomicus,  se ha infiltrado ideológicamente bajo eslóganes baratos y caricaturas de la corrupción de lo público. Y así, en el primer embate serio de una crisis cuyas causas paradójicamente está en el modo de funcionamiento de un capitalismo no regulado (el internacional) o simplemente voraz (como el modelo urbanístico español), se desencadena como consecuencia la necesidad de despojarse del gasto público en prestaciones sociales. Han hecho muy bien su trabajo aquellos profesores y economistas americanos que salieron a predicar el evangelio de la libertad económica y del egoísmo como programa de felicidad colectiva.

 

 

 

La enmienda cristiana: el efecto multiplicador de la generosidad.-

 

Los cristianos no somos héroes ni hemos nacido santos, pero tenemos un paradigma sobre cómo enfrentar las consecuencias de las crisis de escasez. Es un paradigma que todos conocemos, pero no siempre hemos entendido bien. Me refiero al extraordinario pasaje evangélico de la multiplicación de los panes y los peces. Me parece que no está de más que, a la manera ignaciana, hagamos una composición de lugar y “contemplemos” aquella escena con los ojos y los sentidos del alma bien abiertos, conscientes de que no se trata de un ensayo de opinión ni de una crónica histórica, sino del modo en que la iglesia recuerda una enseñanza de Jesús.

 

“¿Dónde vamos a comprar panes para que coman éstos?”, preguntó Jesús a Felipe, al ver a las turbas que le seguían. Las respuestas de sus discípulos siguieron una lógica contable: tanto dinero tenemos, tanto podemos comprar, luego no hay para todos. La lógica de Jesús fue bien distinta: hay para todos, con tal que quien tenga algo (cinco panes  de cebada y dos peces, tenía un muchacho) sea capaz de decirlo y compartirlo, y no lo esconda. El muchacho entregó su despensa, todos se recostaron, y hubo para todos: incluso sobraron doce canastos, que era más de lo que había puesto el muchacho.

 

Hemos entendido esta escena generalmente como una muestra del poder milagroso de Dios. Como un prodigio sobrenatural. Pero aprendí hace tiempo de Juan Mateos, un prestigioso experto en Sagrada Escritura, que el poder de ese relato, lo que justifica su inserción en los evangelios, está en otra consideración más a nuestro alcance. Jesús dio gracias a Dios, y lo hizo porque un muchacho fue capaz de compartir lo que tenía, aún sabiendo que ello supondría que ni siquiera él quedaría a salvo de la pobreza de todos. Dio gracias porque el muchacho tuvo la audacia de diluir su riqueza en la pobreza general. Y a partir de ahí se produjo el milagro: no creo que fuera magia divina. Fue otra cosa. Fue que, al ver el gesto del muchacho, salieron todos los panes y todos los peces que cada discípulo guardaba para sí. Y sobraron doce canastos, probablemente lo suficiente para que al día siguiente, el Padre pudiera volver a darles “el pan de cada día”.

 

No hay mejor alegato contra el dogma ultraliberal de la búsqueda privada del beneficio como modo de favorecer el bien común: nuestra vieja metáfora, o episodio, de la multiplicación de los panes y los peces parece decirnos lo contrario: la generosidad (la que pone encima de la mesa lo que uno tiene) reparte mucho mejor que la acumulación, porque multiplica. La generosidad es un instrumento económico mucho más eficiente que la contabilidad cicatera. Eso es lo que hoy están haciendo muchos padres, tíos y abuelos que han de renunciar a su holgura para atender las necesidades de sus hijos, de sus sobrinos o de sus nietos. Y lo que hacen familias que no han renunciado a su cuota de generosidad con instituciones fiables que se han convertido en imprescindibles para los cada vez más pobres.

 

Aunque no se trata sólo de cosas y de dinero. Lo que hay que poner es simplemente eso que uno tiene y que puede ser útil a otros. Los que de una manera o de otra hemos sido educados alrededor de los jesuitas tenemos grabada, aunque sólo sea intelectualmente, aquella máxima que el padre Arrupe quiso inscribir en los centros educativos de la Compañía: formar hombres para los demás. Hace veintitantos años aquí, en este Centro, estuvimos leyendo y valorando el documento en el que Arrupe desarrollaba ese lema inspirador. En nuestra vida hemos recibido gratis muchas cosas, y eso nos obliga a devolverlas mejoradas. Si no, hemos sido manos muertas, agujetos negros, sumideros de energía humana, vampiros, higueras secas. Tenemos cualidades, trabajos, talentos, y esos no son activos tóxicos, sino valores netos que ninguna crisis monetaria puede ni debe hundir. El médico en el sistema público de salud, el profesor en el colegio o en la Universidad públicas, el funcionario de la justicia, la religiosa o el religioso,  todos los que tenemos la suerte de trabajar, y especialmente los que lo hacemos en áreas que afectan a los derechos de los demás y al interés social, tenemos la enorme responsabilidad de aportar valor tomándonos nuestro trabajo en serio. Y no sólo eso. La madre y el padre, el amigo, el compañero, el militante, el voluntario, tenemos que tomarnos en serio la paternidad, la amistad, el compañerismo, la militancia y el voluntariado en serio.

 

Creo que esta es la verdadera esperanza que podríamos llegar a cultivar y a provocar. En un momento en el que tanta falsa moneda ha causado una crisis de esperanza tan tremenda, tenemos que contribuir aportando valor a esta sociedad abrumada por la amenaza de la escasez. Tenemos panes y peces que pueden generar abundancia de bienes. Ya sabéis que a mí me parece políticamente interesante el discurso de la defensa de los impuestos y de las prestaciones sociales, pero me gustaría oírlo de quien trabaja con vocación y no de quien busca excusas para no ser un ciudadano ejemplar. Hoy está de moda decir que si puedo eludo impuestos o trabajo menos, porque se gastan el dinero en coches y hoteles y porque me bajan el sueldo, o porque los dentistas y los abogados no pagan impuestos. Junto a la escena de la multiplicación de los panes y los peces está también la parábola de los talentos: que cada cual valore qué talentos ha recibido gratis y que decida cuál es su responsabilidad. Hay que pagar todos los impuestos, hay que dar de alta a las empleadas de hogar de casa, hay que cumplir en el trabajo, hay que hacer radicalmente bien lo que tengamos en nuestras manos, y además hay que exigir que los demás también lo hagan. No estoy en contra de huelgas, de reivindicaciones y de defensas del Estado del bienestar, al contrario, creo que el momento de que el ciudadano demuestre que está interesado por el modelo de sociedad y lo defienda, pero hay también que movilizar los propios talentos. Si no, todo acaba en una pose, y no estamos para más posturas. Quien quiera puede proponer que desalojen un estadio porque piten a un himno, o puede dedicarse a comprar sólo productos españoles, pero si queremos hacer patria, es decir, si queremos construir ciudadanía, tendríamos un modo más auténtico: desenterrar nuestros talentos y aportar valor con lo mejor de nosotros mismos.

 

 

Se habla mucho de excelencia y de competitividad, son las palabras preferidas del utilitarismo y del liberalismo, pero falta clamorosamente el discurso de la ejemplaridad. No toméis esto, por favor, como un sermón. Lo voy a decir de otra manera: en este Centro y en esta Asociación tenemos como seña de identidad la mirada crítica. Y lo que estoy queriendo decir que la mejor crítica es la ejemplaridad. Yo no soy una persona ejemplar, casi nadie lo somos, pero, ¿no deberíamos plantearnos la necesidad de serlo ahora más que nunca? ¿No es esto lo que de verdad está en nuestras manos? ¿No es esto lo que rendiría tributo a todo lo que hemos recibido de esa larga historia de virtud que es la tradición cristiana?

 

 

La esperanza es una larga paciencia, dijo Carlos aquí, hace muy poco. Pero la paciencia también es, a veces, un lujo. Si la esperanza no puede mover al compromiso, porque ni siquiera se sabe en qué dirección comprometerse, se diluye por completo. Creo que estamos sumidos en  un tiempo de perplejidad. No sé si os pasa a vosotros: yo al menos, un día estoy indignado, otro día estoy resignado, otro día creo que no puede hacerse otra cosa y que pronto veremos buenos resultados, otro día me parece que nos están engañando, que están haciendo de la crisis una excusa para pura y simplemente ampliar los márgenes de beneficio del capital, reduciendo costes salariales, impuestos y políticas sociales costosas. Pero la certidumbre en este tiempo de perplejidad podríamos encontrarla en algo que aquí hemos oído muchas veces: tomarnos la vida en serio. ¿Os suena?

 

Yo termino ya, con otra metáfora, que esta vez no es evangélica.  Los monjes de la Edad Media se pasaron siglos copiando los maravillosos libros de los clásicos, dándole vueltas a una teología y a una filosofía que nadie podía leer, dedicando horas y horas al día a la lectura y a la reflexión en la soledad de los monasterios. Aquello sí que fue una larga paciencia. Morían con el síndrome de Moisés, sin sentir haber llegado a la tierra prometida. Sin embargo, sin todo aquél enorme capital de trabajo y de dedicación, sin todo ese largo itinerario de paciencia y esperanza militante, el Renacimiento no habría sido posible. Durante siglos prepararon el material necesario para que otra vez la humanidad se reencontrara con el arte, con el pensamiento, con la libertad, consigo misma. Aquella larga paciencia fue un monumento a la esperanza. Y yo creo que nosotros deberíamos ser también monjes benedictinos que, en su trama personal, van preparando el material para que las cosas sean “ya sí, aunque todavía no”. Ser ciudadanos para llegar a serlo. Tomar nota cuidadosamente de lo que está pasando, y pensar ya en el pasado mañana.

 

¿Salvese quien pueda? No fue eso lo que predicó Jesús, que no se conformó con conducir al abrevadero a las mejores ovejas, sino que no paró hasta encontrar la última, la que ya estaba perdida. La suerte del rebaño es la de la última oveja. La fortaleza de la cadena se mide por el eslabón más débil. No busquemos las primeras posiciones, pensemos más bien en los que están perdiendo el ritmo y procuremos, con nuestras contradicciones, con nuestras cojeras, con nuestras enormes limitaciones, ser personas para los demás. Nada de súbditos, menos consumidores, y radicalmente ciudadanos.

 

 

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