Los sondeos demoscópicos dan cuenta de un estado de ánimo bien dibujado: la mayoría de quienes se sienten capaces de ir a votar en las próximas elecciones generales quieren abrumadoramente un cambio de Gobierno: más que los principios y las ideologías, lo que parece importar es que se vayan unos y vengan otros, casi por la misma razón por la que el equipo que no encuentra su juego ni sabe parar los ataques de los delanteros contrarios quiere ya que el árbitro pite el final de la primera parte para, al menos, cambiar de campo y volver a empezar, por si acaso cambia algo. Nadie podría reprochárselo. La gente lo está pasando mal y tiene derecho a cambiar de campo.
Se trata de una marea que arrastra aguas muy dispares. Los materiales de la nueva mayoría que se avecina son francamente heterogéneos, y me temo que en buena parte contradictorios o incompatibles: esto se notará, si no hay sorpresas, cuando el nuevo Gobierno empiece a tomar decisiones, a elegir unos caminos y despreciar otros, a optar por unas soluciones e ignorar otras. Ahí empezará la criba de los apoyos sociales al nuevo Gobierno y comenzarán a hacerse visibles las tensiones entre conservadores, liberales, populistas y “cabreados” (no se confundan con “indignados”). No habrá para todos: es muy probable que lo que más cambie sea el “aire” y la música, pero no la letra de las políticas anticrisis, dictada por apuntadores impasibles, y que pronto, cuando sepamos que la realidad es tozuda y que el voluntarismo político carece de poderes taumatúrgicos, los discursos legitimadores del cambio envejezcan ostensiblemente. Y vuelta a empezar. Al menos cambiaremos de errores, porque las equivocaciones de unos sirven por lo general de vacuna para los siguientes. Al menos, también, disminuirá la frecuencia de tanto correo electrónico que recibo a diario con archivos adjuntos en los que se denosta la caricatura de los símbolos del zapaterismo para a continuación postular penosas reconquistas con sabor a ponche rancio.
Pero lo importante no es la marea, que siempre trae sus reflujos naturales, en una alternancia de equilibrios fecundos. Lo que sí importa mucho es que la marea se nutre también de aguas que parecen provenir de un preocupante deshielo que amenaza la playa o la ciudad costera. Hay síntomas de descomposición de las Antártidas en que se conservan los grandes valores políticos de nuestra querida Europa del siglo XX. Naturalmente, la culpa no la tiene Rajoy, ni siquiera Aznar, porque se trata de un calentamiento global acumulado que resultará muy difícil gobernar, sobre todo para quienes confunden el cambio climático con la transición entre las estaciones. La culpa la tenemos todos nosotros, incapaces de defender con rotundidad nuestros derechos y nuestros estilos de vida de la agresión continua de avaricias, codicias y ensañamientos carentes de memoria de las que en otro tiempo nos hemos beneficiado. La culpa la tiene también un sistema político que no se dotó de defensas frente a la mezquindad y la indolencia, poco propicio para premiar a los buenos y castigar a los malos dentro de cada bando. La culpa la tiene una ceguera progresiva que impide a las sociedades comprender que son falsos los muros con los que hemos querido olvidarnos del sufrimiento acumulado que nos rodea. La culpa la tienen también los dilapiladores de discursos, que han gastado palabras tan nobles, tan imprescindibles como igualdad, solidaridad, dignidad, democracia, derechos, justicia. A estos últimos dirijo mi principal reproche, porque hay palabras sagradas que nunca debieron tomarse en vano.
Me interesa, como a cualquier ciudadano, un proceso electoral. En los procesos electorales la sociedad se hace consciente de la casa (común) que habita en propiedad, y además de lamentar sus desconchones puede atisbar su arquitectura. Pero me preocupa sobre todo la Antártida, es decir, la democracia que se resquebraja en bloques de hielo náufragos y menguantes, abandonados a una deriva sin proyectos ni principios. La democracia necesita un esqueleto con forma, que pueda resistir el empuje de las pulsiones de quienes buscan el poder sin estorbos. No me refiero a ningún partido, sino a grupos financieros y mediáticos que quieren transitar por el océano sin toparse con diques, puertos y continentes de hielo rígido y resistente. La tarea de liberales y socialdemócratas, más allá de la disputa por la alternancia, ha de ser recuperar la hegemonía moral de aquellas palabras: respeto a las minorías, protección de los perdedores, compasión por los débiles (o debilitados), dignidad de los asalariados, escuela pública, derecho a la atención sanitaria, derecho a una jubilación remunerada, igualdad de oportunidades. Todo eso que estorba a la codicia, a las prisas, a los atajos y al fluir clandestino del dinero. La Antártida, para que “Europa” no se convierta en una Atlántida sumergida.
(Publicado en "Ideal", 8 de octubre 2011)
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