"La alegría aflora siempre, o casi siempre, como trozo de madera en el agua, no importa lo profundo del horror de lo vivido". Eso dice David, mientras relata por escrito, veinte años después de que sucediera, una situación abrumadoramente difícil, más dura y terrible que cualquier otra que pudiéramos imaginar. Y, sin embargo, "La luz difícil", de Tomás González, es una novela amable. Ese contraste entre el drama sin paliativos y los rasgos de luz amable, casi confortable a veces, que proyecta la narración distanciada en el tiempo pero marcada por una experiencia que no puede olvidarse, es un enorme hallazgo de esta novela que acabo de releer con la finalidad de contarla.
La eutanasia programada tiene alguna similitud con la ejecución de una pena de muerte, porque nos sitúa ante el abismo la cuenta atrás hacia el momento exacto de la muerte, una muerte que es el resultado de una decisión y para la que se ha fijado día y hora: "las siete de la noche, hora de Portland. diez de la noche en Nueva York" . Pero la eutanasia es aún peor, porque es consecuencia de un infortunio sin culpa, y porque hasta el último momento depende no de un indulto de esos que en las películas llegan a última hora, sino constantemente de la voluntad del "condenado": es el propio reo el que libremente, hasta el momento último de la inyección, puede decidir volverse atrás y seguir aferrado a la vida, o no hacerlo, mantener la decisión, seguir el plan previsto y terminar con su vida.
Se trata de la vida del hijo de David, Jacobo, quien a resultas de un accidente quedó primero parapléjico, y unos años después del accidente comenzó a sufrir dolores atroces que no remitían de ninguna manera y sólo podían atenuarse un grado con los largos masajes de los que se encargaba su hermano Pablo. Jacobo y Pablo ya habían llegado a Portland, donde tenían cita con el médico que habría de suministrar a Jacobo el clandestino tratamiento de la muerte. David, y su mujer, Sara, esperan noticias en su apartamento de Nueva York, acompañados de un matrimonio amigo, de su hijo menor, Arturo, y de Venus, la novia de Jacobo: ni siquiera saben si deben alegrarse cuando sus hijos les dicen por teléfono que el médico va a retrasarse cuatro horas sobre lo previsto; ni siquiera se atreven a desear que su hijo se arrepienta; simplemente están esperando en el lento transcurrir de la cuenta atrás, y si logran dormirse algunas horas seguidas, los despierta la punzada de angustia en el vientre por la muerte programada de su hijo.
Entre tanto David, que es un pintor profesional, mira y retoca un cuadro en el que está empeñado "como una lucha contra la aniquilación", como si de él dependiera la vida de todos ellos. Ya había logrado pintar la espuma que forma la hélice del ferry cuando, al dejar el muelle, acelera el motor en el agua verde esmeralda; pero no conseguía el color exacto del agua, un color que permitiera sentir "la profundidad abisal, la muerte", o como explica después, "la luz que contiene a las tinieblas, a la muerte, y también es contenida por ellas". La luz difícil.
La espera en el apartamento de Nueva York, mientras Pablo y Jacobo dan noticias sobre un nuevo retraso del médico, es angustiosa, pero está jaspeada con pequeños detalles de una armonía inverosímil. David y Sara, que se quieren de verdad y sin artificios después de treinta años de casados, se cogen la mano, se acuestan pegados uno junto a otro, incluso hacen el amor para compartir el inmenso dolor. Pasan despacio las horas. David, el pintor, veinte años después, va pintando y retocando la escena con palabras cada vez más certeras y definitivas, capaces de describir la pesadumbre de la espera, la agudeza del dolor, pero también esas fugas de luz amable: el cariño con el que Sara y él hacían una caracola con las manos de uno y de otra sobre la pierna de ella mientras intentaban conciliar el sueño, la contención emocional con la que se esforzaron en vivir la espera, la compañía de sus amigos, que se limitaban a acompañarlos, a tomar té y a mirar por la ventana, el débil rumor de guitarra que a veces parecía oírse en el cuarto de Arturo, el tercero de sus hijos, la fortaleza que da el entramado del amor, de la amistad y de la familia, quizás porque "tan largo sufrimiento terminó por barrer las peores acumulaciones de telarañas brumosas del alma, las más densas, las más imaginarias, y nos dejó casi limpios de tristezas arbitrarias".
Igual que ellos, uno tampoco sabe si tiene sentido desear que los hijos llamen desde Portland para decir que los dos se vuelven. Lo que pasa en Portland no se describe, no se da ningún detalle, simplemente hay llamadas cada poco tiempo que se reciben en Nueva York, aunque "cada vez había menos cosas de que hablar. El silencio empezaba a rodear implacablemente a la vida". Esperan, miran el reloj, hablan, incluso a veces ríen. Uno está allí, en ese apartamento como están los amigos Debrah y James, y mientras lee el relato de David, uno se siente amigo, se siente padre o madre, se siente hermano.
No dejen de buscar esta novela, aunque esté agotada y el librero tenga que encargarla. Su lectura es una experiencia honda. No es melodramática, no se solaza en el dolor, más bien logra reflejar la luz más difícil, que es la que toneladas de cariño logran rescatar de la negra hondura de la muerte.
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