Quizás el juicio más importante que se haya celebrado en la España democrática fue el que transcurrió en el Tribunal Supremo en 1998, desde el 26 de mayo hasta el 30 de julio. Se juzgaba a un ministro del Interior, a directores generales, a comisarios de policía, a generales que creyeron estar sirviendo a su Patria al tiempo que cobraban sobresueldos por el plus de peligrosidad de los sucios encargos que encomendaban o ejecutabn. Se les acusaba de un secuestro organizado desde el poder, y por tanto de terrorismo de Estado. En concreto, del secuestro de Segundo Marey, ciudadano francés confundido con un activista etarra, al que durante diez días se le mantuvo cegado y encerrado en una cabaña. Fue una de las varias decenas de actos terroristas que cometieron los Grupos Antiterroristas de Liberación (GAL), una marca que en los tiempos quizás mas sanguinarios de ETA, y con el PSOE en el Gobierno, aglutinó con una indisimulable partida de "fondos reservados" a turbios espías, policías mercenarios y veteranos políticos en uno de los más sórdidos sindicatos del crimen que jamás hayan existido.
Antonio Muñoz Molina estuvo allí, con los ojos bien abiertos, y con su capacidad para succionar la realidad y retratarla después en detalles infinitesimales y metáforas certeras, con adjetivos prodigiosamente precisos, y con su forma de narrar líquida y envolvente, tan exacta como impresionista, cruel como un cuchillo y amable como un velo de seda, demostrando que si hay talento y esmero, unas pocas palabras valen más que mil imágenes.Sin duda es así. Ningún reportaje gráfico de aquel juicio podría reflejar esa confusa mezcla de drama, infamia y sordidez, de tosquedad y sufrimiento, que torpemente hubo de encauzarse -más bien embutirse- en la "melodía procesal" de togas, peritos, abogados y legajos, en aquella sala "opulenta de mármoles, de lienzos de seda roja, de bronces dorados y bruñidos, de maderas oscuras, de lámparas como de teatro de ópera, como lo hacen estas veintiuna crónicas redactadas día a día por Muñoz Molina para un periódico, y ahora editadas en el libro "La puerta de la infamia". El mejor periodismo y la mejor literatura ensamblados alrededor de un momento excepcional de nuestra historia todavía reciente, a través del cual, aunque fuese con el envoltorio decepcionante de un juicio de "hombres sentados", tan alejado de la vistosidad de los juicios de las películas, una rendija de descuido nos permitió a los españoles asomarnos a nuestras alcantarillas y comprobar que el mal olor proviene de cadáveres, de comportamientos reptiles, de chapucerías, de las maniobras en la oscuridad, de la podredumbre fermentada con las promesas de impunidad, del "delirio inepto de hazañas de alcantarilla".
No hay apenas juicios morales en el relato de Muñoz Molina, salvo acaso una digresión explícita en la página 95 a la que él mismo llama "melancolías civiles", después de oír a un abogado defensor comparar la "mota de polvo" del sufrimiento de Segundo Marey con el "vasto horror del terrorismo" de ETA. Pero es que no hacía falta. Bastaba con poner luz, la luz incómoda de la mirada civil sobre aquella galería del esperpento. No encontraremos palabras grandilocuentes ni reflexiones morales, porque Muñoz Molina concentra su mirada sobre una carpetilla cutre que se paseó por la redacción de un periódico y un Juzgado de Instrucción, los zapatos de un comisario que no quisieron mancharse, el informe de un grafólogo, el tampón con el sello de los GAL; una llamada telefónica nocturna, la "culpabilidad de no haber muerto" que siente, "como todas las víctimas de la tortura" el extraviado para siempre Segundo Marey, la maleta con un millón de francos, la voz engolada del abogado, la "intacta arrogancia física" de Amedo, el aire "agitado por culpabilidades y remordimientos" de Ricardo García Damborenea, la "presencia combativa, difícil, llena de ángulos afilados, de aristas" de Rafael Vera, la "oratoria tosca y denodada, que parece siempre en el filo de la irritación y del agravio" de Barrionuevo, la "chabacanería de tragicomedia española" del espía Perote, la "disposición de reverencia mansa" de Luis Roldán, el "brillo en los mofletes, como de disfrute físico del poder" de Álvarez Cascos, la "habilidad congénita para situarse por encima de la sordidez de los hechos concretos" de Felipe González, la "nuca maciza de picador coronada por la gran luna llena de la calva" del ex fiscal general del Estado Eligio Hernández, los once jueces "tan inmóviles como en un mosaico de ceremonia bizantina", o el sigiloso descargo de conciencia que, por primera vez en todo el juicio, pronunció el testigo Ramón Jáuregui: "una sensación de no querer saber nos invadió a todos".
Es una maravilla. Leí el libro en un viaje de tren, y créanme que a veces me daban ganas de levantarme y leer algún párrafo a todos los viajeros. He agradecido mucho a la Fundación Huerta de San Antonio la iniciativa de rescatar estas crónicas, y la generosidad de Muñoz Molina de cederle los derechos de autor. Más de quince años después de aquel juicio, resuenan las palabras de aquel observador civil de la vergüenza extrema de un poder chapucero que nos ensució a todos. Abran la puerta de aquella infamia y miren. Enciendan la luz y comprueben qué justificada estaba aquella "melancolía civil" de Muñoz Molina: "ningún crimen justifica ni remedia otro crimen, ningún delito es un acto de justicia".
Lo pueden conseguir en http://lapuertadelainfamia.com/
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